LA HABANA, Cuba. – Un periódico local en México publica la foto de una anciana que sale a la calle todas las noches a vender flores para subsistir. La publicación anima a los lectores a que acudan a esa esquina de la ciudad para que compren algo a la pobre mujer, más en estos tiempos de pandemia en que las calles están desoladas y los pequeños negocios callejeros son las primeras víctimas de una economía que se desploma.
Igual que ese diario digital, otras publicaciones de la región hacen lo mismo. Incluso usan las redes sociales para llamar la atención sobre emprendimientos individuales que son el sustento de una familia y que, de desaparecer, se traducirían en tragedia para cientos de miles de personas.
A veces quisiera hacer algo similar desde estas páginas de CubaNet, también desde Facebook o Twitter, sin embargo, me contengo de inmediato cuando pienso que estoy en Cuba y entonces de poner la foto y la historia de un vendedor callejero en internet probablemente lejos de favorecerlo, atraería sobre él la desgracia.
Decenas de inspectores estatales, como aves de rapiña, pudieran irle encima para despojarlo de sus mercancías, la policía lo perseguiría y encerraría como a un delincuente, la prensa oficialista lo crucificaría públicamente, mientras los envidiosos del barrio, esos que se regocijan con la desgracia ajena, encontrarían la oportunidad de “hacerlo talco”, sin importarles si alguna vez les vendió fiado o incluso si les “salvó la vida” con sus servicios y productos frente a carencias, olvidos e incompetencias que constituyen la oferta a perpetuidad de los comercios estatales.
El gobierno cubano se ha encargado sistemáticamente de criminalizar la iniciativa individual, de acorralarla con leyes, desestimularla con impuestos, señalarla como responsable de tantos problemas sociales, al punto que no son pocos quienes en realidad caen en la trampa de creer que el pobre jubilado y la desvalida anciana que venden caramelos a escondidas o que pregonan bolsas de nailon en el portal de la tienda son, después del embargo, los responsables de lo mal que estamos.
La televisión divulga a diario operativos policiales contra negocios particulares pero se cuida de no hacer lo mismo, o al menos no con la misma frecuencia e intensidad, con las empresas estatales donde se sabe está la fuente principal donde se abastece el mercado negro. Anima a repudiar al que se levanta a las 6 de la mañana para hacer la cola y comprar un litro de aceite al que luego le sacará alguna ganancia en la reventa pero hace silencio sobre por qué no vemos a ningún “dirigente” haciendo filas para componer su canasta básica diaria, más cuando el “socialismo”, que intentan vender como muy diferente al capitalismo, pregona que “todos somos iguales”.
¿Por qué exponer solo aquella parte, la más débil y variable, de la extensa cadena de ilegalidades? A algunos da la impresión de estar asistiendo a pequeños ajustes de cuenta y que los disparos jamás llegarán demasiado alto porque de lo que se trata es de un reacomodo del propio mercado negro. Unos distribuidores salen del juego, son expulsados, y otros nuevos entran pero con estrategias de simulación más efectivas y, lo más importante, con precios más elevados.
En definitiva, la crisis profundizada por la pandemia ha disparado los precios de todo y el peculiar panorama cubano ha traído otros problemas al encadenamiento establecido anteriormente en el mercado subterráneo. Todo parece indicar que algunos distribuidores y proveedores no llegan a un acuerdo en cuanto a los precios a pagar, y no hay otro modo de obligarlos a comprar con las nuevas reglas que despojarlos de las mercancías acumuladas antes de la llegada del coronavirus.
Se deshacen de los reacios, de los que se niegan a comprar porque están saturados de productos o se resisten a pagar altos precios, de modo que son reemplazados con nuevos receptores y distribuidores. Además de exhibir como responsables del desabastecimiento no al directivo que desvía mercancías y producciones sino al pobre que sustenta la pirámide en la base.
Así pasó tiempo atrás con quienes importaban mercancías del extranjero para venderlas en Cuba, haciéndoles competencia a las tiendas estatales. También con los taxistas privados, como anteriormente con las paladares, estas últimas obligadas hasta hace muy poco a un límite de asientos, e impedidas de poner en sus menús carne de res y langosta, un privilegio exclusivo de quienes hacen la ley pero también la trampa.
Es la dinámica que parece haber estado tras algunos cierres de los privados, los más escandalosos, y el surgimiento de otros nuevos, comenta el dueño de un bar-restaurante cuando le pregunto si no teme perder el negocio en la actual arremetida policial pero se muestra confiado porque, como él mismo señala, “trata de no enojar a la fiera”.
“Cuando ya no pueda aceptar las reglas, entrego la licencia y me retiro sin chistar. Siempre tendremos la de perder. Estas cosas llegan por temporadas, después se aplaca y no oyes hablar de revendedores ni de redadas hasta que pasa un buen tiempo. No es un combate contra ilegalidades, es un reacomodo del propio mercado negro. Nunca se acabará. Juegan con la cadena, nunca con el mono”.
La ausencia de un verdadero mercado mayorista y la imposibilidad de que los privados accedan legalmente a los mismos proveedores que abastecen los comercios estatales, provoca que los primeros se ajusten a las reglas del mercado subterráneo que no están escritas pero sí establecidas desde esas instancias e instituciones estatales que disponen de las producciones, materias primas e importaciones porque si, por un lado, ya se les permite importar a los privados, aceptando como intermediarias las importadoras estatales, por otro están los problemas de transportación, las demoras y los rejuegos internos de estas empresas, que dificultan el normal desarrollo de la actividad.
Ni son las mismas reglas que las importadoras aplican para las empresas estatales ni se puede importar todo lo que necesitan. Los alimentos, bebidas, cigarrillos, platos, cubiertos, vasos, entre muchísimas cosas más, por ejemplo, deben seguir adquiriéndolos en los comercios minoristas y a precios de compra al detalle.
“Primero, los mercados mayoristas no son verdaderos mercados mayoristas, eso es un cuento ahí para disimular”, nos dice el mismo propietario citado lineas atrás: “Son solo un par de tienditas, ahí no hay todo lo que uno necesita para mantenerse funcionando como debe ser. Quien no sabe de llevar un restaurante cree que solo basta con carne, arroz y frijoles, no, no es así. ¿Es una casualidad que no tengamos las mismas oportunidades que las empresas estatales? Por supuesto que no, es un modo muy sutil de obligarte a comprar por la izquierda porque si las cosas funcionaran bien, como debe ser, ¿cuánta gente crees tú que quisiera joderse la vida como director de una empresa o como jefe de un almacén? Ni siquiera como ministro. Nadie en Cuba vive de su salario. La búsqueda, la búsqueda, el robo para ponerlo en claro, es el verdadero salario de los cubanos”.
La realidad de lo que está sucediendo —ignorada por muchos, negada por otros y ocultada por quienes sacan provecho de ella— es que hay cientos de miles de cubanos y cubanas cuyas economías personales —ya sea de estricta supervivencia, de enriquecimiento o hasta de sostenimiento de una élite social— dependen de esa dinámica de comprar y revender en el mercado negro, de robar, sobornar, de violar las leyes y exponerse a caer en prisión no cuando sean “descubiertos” —todo el mundo sabe dónde hay que ir a buscar— sino cuando resulte conveniente a quienes manejan el negocio en las sombras.
Nadie puede creerse ajeno a tal realidad. Absolutamente todos estamos atrapados en ese mecanismo diabólico que se extiende desde bien arriba en las entidades estatales hasta lo más profundo del mercado negro, marcando el ritmo de nuestras vidas.
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