LA HABANA, Estados Unidos.- He pasado gran parte de mi vida quejándome. Tanto he lloriqueado por carencias que, supongo, perturbé mi entendimiento y la poca razón que me asistía. Y ahora enloquezco sin remedio. Hace unos días hasta decidí “hacerme el fotógrafo”, y para conseguirlo usé la cámara de mi teléfono celular. Con las fotos pretendí conseguir una serie de imágenes a las que me dio por nombrar: “Desnudo y con especias”.
Las imágenes hicieron obvias algunas zonas de mi cuerpo ataviadas con sazones. Un collar de cebollas, una cabeza de ajo entre los dientes, y hasta un breve montículo de ajíes cachucha sobre mi pelvis, cubriendo la parte más pudenda de mi desnudez. “Desnudo y con especies”, como cualquier serie de imágenes, tenía un propósito. Con las imágenes intentaba mostrar, en algo, las estulticias de la vida cubana. Intervenir mi cuerpo me pareció grandioso, pero lo deseché luego.
Y vuelvo sobre el asunto; ahora más sosegado y sin sobresaltos, sin abandonar la idea de hacer notar la carestía de nuestras vidas, las miserias, esas que nos hacen preocuparnos tanto por el sabor de nuestras pobrísimas comidas. Y es que los sabores resultan importantes, los sabores pueden salvar las comidas más miserables y provocar el apetito. Los sabores salen de esa mezcla sutil de las especias con la carne, con el pescado o las legumbres. El sabor es uno de los centros de la vida.
El mundo no sería nada sin las especias, pero no voy a hablar de la “ruta de las especias”. Si pongo el dedo sobre esa llaga es porque adoro la buena mesa, aunque tenga la certeza, como ya escribí alguna vez, de que somos miembros de un ejército de paladares atrofiados. Me encanta la literatura gastronómica. Soy lector de Brillat Savarin y de MFK Fisher, de Grimod de la Reyniere, aunque pasara la vida militando en ese ejército de hambrientos a quienes las becas y las escuelas al campo y las cárceles, y otras circunstancias nacionales, atrofiaron los paladares.
No sé si fue una buena idea publicar esas imágenes a las que nombré “Desnudo y con especias”, aunque las sazones sean esenciales para la buena mesa, para quedar satisfechos, aunque difícilmente se consiga y cuando aparecen sus precios son casi un Potosí. En Cuba si sazonas como Dios manda, puede que andes desnudo, y descalzo, y que no te puedas comprar ni siquiera un calzoncillo.
Si sazonas bien para hacer más tolerable la comida se vacían tus bolsillos. Si comes no podrás ir al teatro o llevar a tus hijos al parque de diversiones. En Cuba, si comes, no te vistes, y si no te vistes… podrías ir preso, después de que consideren ese acto como un desafío al poder, como una traición a la patria, aunque “estar encuero a la pelota” también podría significar que andas estragado, hambriento, y sin esperanzas.
Nuestras mesas se hacen más pobres cada día, y cuando se encuentra algo pensamos inevitablemente en esa condimentación que puede salvar los platos, incluso los más pobres, esos que intentamos hacer un poquitín más digeribles. Comer claria sin sazones podría convertirse en un vomitivo, y si consigues algo de tilapia lo mejor será encebollarla, ponerle ajo y ají, un tin de orégano, alguna hojita de laurel, comino y algo de puré de tomate, y dar candela, mucha candela para que el sabor no te recuerde a la claria.
Hemos pasado mucho tiempo tratando de empequeñecer nuestras verdades, aun reconociendo su inutilidad. También nos prometemos futuros grandiosos que jamás llegan. Pareciera que en Cuba no desaparece nunca el presente, y que se perpetúa en sus miserias. El presente de acá no desfallece, y cualquier pasado, incluso el de ayer, y el de hace tres horas, nos parece un poco mejor.
Nuestro presente es de desgracias, incluso en la brevedad de un pestañazo, y todo lo que nos parecía original y exhibía tintes de ser “mejor”, incluso de “único”, desapareció. En Cuba, cada cosa que alcanza el presente se debilita sin remedio, y fallece, se vuelve pasado ineficaz. Todo es complejo en esta isla, y peor si se trata de comer. Comer en Cuba podría ser más complicado que matar al león de Nemea y a la hidra de Lerna. Capturar viva a la cierva y al jabalí de Erimanto podría compararse con el empeño para conseguir un poquito de azúcar para endulzar el café.
Tener en el refrigerador un poco del “picadillo extendido” sería tan glorioso como robar las yeguas de Diomedes. Adueñarse del toro de Creta es más fácil que comer un bistecito, y no crea usted que sueño con el de res, con el de puerco…, esos se olvidan con solo abrir el refrigerador. Lo más real, y no siempre, resulta un filetico de tilapia, o ese de frazada de piso que comimos con solo un adobito de ajo y sal para freírlo por un rato, si es que aparecía el aceite.
En Cuba se come mejor cuando regresan los hijos pródigos. Y no hablo de quienes volvieron héroes tras enrolarse en guerras africanas o en guerrillas sudamericanas. Hoy los pródigos son los explotados médicos que viajan a África o Sudamérica y que escapan luego al Norte, y también los que fueron “escorias y traidores”, y a los que ahora recibimos con júbilo, y hasta cantamos sus proezas. Esos traidores que traen dólares son nuestros héroes, aún si desertara de una “misión internacionalista”.
Comer en Cuba es una odisea, y la mayoría de las veces se consigue gracias a la caridad de los extraños. Comer en Cuba es una hazaña. Salir de casa para comprar comida podría compararse con los trabajos de Hércules, a menos que tu familia esté a noventa millas y te deposite en tu tarjeta de MLC. Comprar comida es una aventura, pero si tenemos la suerte de conseguirla, vendrá entonces el problema que resulta sazonar. Sazonar, sazonar, that is the question, para decirlo en la lengua de donde vienen las ayudas.
Comer en Cuba, y con sazón, es toda una odisea. Comer en Cuba podría dejarte sin calzoncillos, sin ese collarcito que te gusta lucir en medio del escote o a la altura del cuello. Comer en Cuba es pasar hambre. Comer en Cuba obliga a desatender el paseo con los hijos, y también sus zapatos, y las camisas, y el parquecito de diversiones.
Tan embarazoso resulta todo eso que es mejor no tener hijos para evitar sufrimientos, para que no te suba la presión arterial y mueras de un infarto, y más si tienes la certeza de que por mucho que te ocupes de tu vástago, alguna vez deberá ir al servicio militar, y quizá tenga que cumplir esas “misiones internacionalistas” que no pocas veces acaban con sus vidas, y en el mejor de los casos vuelven famélicos y siendo portadores de enfermedades contraídas en el África subsahariana.
Y sí, comer es el problema mayor, y cuesta dinero, y sudores, y ansiedades, y broncas, y madrugadas en vilo, vestir con decoro es utopía. Comer en Cuba es parecido a esa creencia de que existe el Yeti, que no es más que la certeza de que tu dinero no sirve, y por eso piensas tanto en las libras esterlinas, en el euro, en el dólar. Y por esas razones crees que un terremoto, un ciclón, un tornado o un rabo de nube podrían ser mucho menos desastrosos que el comunismo que restringe y nos hace pensar solo en comida.
Comer en Cuba es casi un imposible, por eso me hago esas selfies en las que adorno mi cuerpo con cebollas, para recordarme que en comer se me va la vida, que cuando lleno de ajíes mi pelvis recuerdo que no puedo ir a un cuarto de hotel; ni al más sencillo, ni al más colosal. Sazonar el breve muslito de pollo o la pechuguita, incluso los mendrugos despoblados, te vacía la billetera. Y como si no fuera mucho, tampoco tienes un calzoncillo para estrenar en la cita amorosa, y los zapatos ya tienen huecos, y se acabaron las cuchillas de afeitar. En Cuba lo posible es repugnante. En Cuba podría existir la comida… pero Cuba, la de los últimos sesenta años, es como un viejo proyecto de novela que jamás va a concretarse.
Decía Aristóteles que “lo necesario debía ser posible, porque si no fuera posible sería imposible”. Aristóteles a veces resulta tan descacharrante y obvio como el gobierno cubano, tanto que, si no fuera tan vieja y obvia la vejez del filósofo, parecería que habla de este gobierno, de sus harapientos, de los desnudos, de los carentes de todo. En Cuba la realidad no es lógica porque no hay juicio, y pronto podríamos andar en taparrabos, o desnudos, y sin especias, sin nada que llevarnos a la boca. Comer en la Cuba de hoy pareciera un “pimpón fuera, pa´ adentro la gusanera” que, como quizá diría Blanche Dubois, “sería mejor que depender de la voluntad de los extraños”.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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