MIAMI, Estados Unidos. – Debo haber estado trabajando en la oficina de divulgación del Instituto Cubano del Libro, cuando nos enteramos por la prensa extranjera a la cual teníamos acceso, que al gran escritor ruso Alexander Solzhenitsyn lo habían arrestado para llevarlo al aeropuerto, donde sería deportado a Frankfurt y despojado de su ciudadanía, en 1974.
Comentamos el incidente, sobrecogidos, pero en privado, porque cualquiera podía delatar nuestra simpatía por aquel creador solitario que se había atrevido a enfrentar la monumental maquinaria represiva de la Unión Soviética.
En uno de esos capítulos de insospechada tolerancia, la colección Cocuyo, de la Editorial Arte y Literatura, dirigida por quien entonces parecía ser una suerte de intelectual liberal, Ambrosio Fornet, había conseguido publicar la noveleta Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitsyn, sobre la ordalía de un prisionero deportado a los campos de trabajos forzados estalinistas en Siberia.
Fornet se creyó la historia de que el castrismo no sería como el comunismo europeo, sino que tendría un sesgo democrático, e incluyó en aquella colección a no pocos de los escritores famosos y libres que luego irían revocando su simpatía por la Revolución, a medida que se oponían públicamente a su naturaleza represiva, sobre todo desde el sonado “caso Padilla”.
El ensayista Fornet luego se transfiguró en uno de los adláteres ilustrados del régimen para atender los asuntos culturales de Estados Unidos, lo cual le permitía viajar a las “entrañas del monstruo” cada vez que la oportunidad de defender el castrismo se presentara.
En las democracias, el término deportación se refiere, mayormente, a la devolución de inmigrantes ilegales a sus países de origen.
Las tiranías, sin embargo, se lo apropiaron para sus chantajes y deportan lo mismo a presos políticos que a otros individuos arduos como son los artistas e intelectuales.
El comunismo, sobre todo, se atribuye, además, el ilegal despojo de la ciudadanía en estos operativos deleznables. Para sus ideólogos se deja de ser cubano cuando te conviertes en un enemigo, no de la nación, sino del engendro revolucionario.
Hay un burócrata del régimen, encargado de estos menesteres despreciables, que ha caracterizado en sus intervenciones públicas a los cubanos visitantes que tienen vía libre para gastar recursos propios en la Isla y, de tal modo, mantener a la dictadura, así como a los “pocos” que, sencillamente, no cuentan con la autorización para entrar al país donde nacieron.
Numerosos intelectuales, artistas y activistas políticos, en general, han sufrido otro modo más sutil de la deportación y es aquella que transcurre de la cárcel al aeropuerto y al país con el cual se haya tramitado la llegada de los refugiados.
Ante la opinión pública internacional puede parecer una negociación de organizaciones de derechos humanos, políticos de alto rango o influyentes celebridades culturales, para lograr la libertad de personas en desgracia.
En estos trueques, las condiciones del régimen, sin embargo, no son negociables: la eventual libertad debe ocurrir fuera de las fronteras nacionales. No hay regreso posible a la sociedad donde fuiste derogado por pensar y obrar diferente, aunque se manifieste el deseo de permanecer en la Isla.
El régimen se desembaraza de sus antagonistas, los deporta, mientras más lejos mejor, y luego los estigmatiza con una campaña de descrédito, avalada por organizaciones de izquierda en las naciones que han concedido el asilo.
Tanto el dictador Fidel Castro, como su hermano Raúl, se adaptaron a la idea de que la visita de personas prominentes a la Isla, procedentes del mundo occidental, conllevaba la solicitud de liberación de presos políticos. Incluso colaboradores cercanos del castrismo, como el escritor Gabriel García Márquez, alguna vez extendieron solicitudes de eventuales destierros para cubanos en adversidad.
Con la reciente deportación expedita de dos creadores culturales incómodos, Hamlet Lavastida y Katherine Bisquet, a la hospitalaria Polonia, donde mucho conocen lo que es ser víctima del comunismo, la nomenclatura cubana ha echado mano a un procedimiento que no tiene mucho fundamento legal y los hace aparecer ante el mundo como lo que son: una tiranía represiva e intolerante, sin máscaras, de la vieja escuela.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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