LA HABANA, Cuba. – Los niños necesitan jugar para aprender a relacionarse, fortalecer la autoestima y estimular la creatividad, pero también para desarrollar hábitos educativos que los preparen para la vida en sociedad. Esta responsabilidad no corresponde solamente a la escuela, sino, fundamentalmente, a los padres.
El otro día, cuando llegué a la cola de la carnicería, se comentaba sobre los muchachos de vacaciones y el problema que crean jugando en la calle, con su gritería, malas palabras, discusiones y faltas de respeto. Juegan varias horas diarias, no importa si hay sol, lluvia o tormentas eléctricas. Cuando se emocionan con los goles hay que taparse los oídos, amén del riesgo que representan las pateaduras de pelota para los transeúntes, sobre todo para los ancianos. Cuando juegan a los escondidos lo mismo se meten por los pasillos que por las azoteas de los vecinos, y ni qué decir cuando les da por batear piedras. Y pobre del que les llame la atención. Si tiene suerte, le responderán con el silencio y la indiferencia.
“Es que los padres los botan para la calle todo el día”, protestó una vecina. “Es verdad, y se desentienden de lo que hacen en la calle”, confirmó una anciana de más de 70 años. Una joven trató de justificar la actitud de los padres aduciendo que los muchachos no tienen cómo entretenerse en estos días, que no hay parques y cada vez hay menos lugares a dónde llevarlos.
“Es verdad que no es fácil”, comentó un señor, “tengo dos hijos y un nieto de once años que no quiere salir de la calle. A mis hijos los llevábamos al cine, a la playa, a parques de diversiones, a comer fuera y a muchos otros lugares. Había opciones y el salario más o menos alcanzaba si nos planificábamos. Sin embargo, no creo que el problema ahora sea sólo económico, sino que también hay mucha falta de dedicación de los padres”.
La opinión de este abuelo es muy acertada, porque los padres tienen el deber y la responsabilidad de propiciar a sus hijos, nuestros niños y adolescentes, una recreación sana y agradable, a la vez de velar porque no cometan indisciplinas sociales ni ilegalidades. En este sentido, llama la atención cómo muchos de esos padres se atreven, no digamos ya a enfrentar a los vecinos, sino también a desacatar a las autoridades.
Hace unos días en mi cuadra se produjo un incidente muy desagradable cuando un vecino llamó a la Policía. Mientras las autoridades llamaban la atención a los niños, una mamá les decía: “No se preocupen, muchachos, sigan jugando. No es culpa del patrullero, es culpa de los vecinos, que no quieren que ustedes jueguen”. Cuando la patrulla se marchó, gritó a toda voz: “¡Ahora van a jugar hasta las 9 de la noche!”. Y ese día los muchachos gritaron más que nunca.
Todos sabemos que hace muchos años que las ofertas recreativas en Cuba están muy por encima del poder adquisitivo de la población, y que los espacios asequibles en nuestro entorno, como los cines de barrio y los terrenos de juego, han desaparecido debido al abandono gubernamental. Sin embargo, eso no justifica que los padres se desentiendan de los hijos y los manden para la calle a molestar a otros, para luego, amparados en una falsa sobreprotección, darles un mal ejemplo de respeto hacia los vecinos.
Esto lo ha sufrido varias veces María, una anciana de casi ochenta años, pues con demasiada frecuencia la pelota pateada por los jugadores callejeros termina en su jardín. En cierta ocasión se demoró en abrir, y sorprendió a un padre dándole instrucciones a uno de los niños para que brincara la cerca. Hace unos días, les exigió que viniera un adulto para entregarles la pelota. Acudió una madre que, molesta ante los reclamos de la anciana, le ripostó: “Pero usted tiene que entender que las madres tenemos que hacer las cosas de la casa: lavar, limpiar, cocinar, y que ellos tienen que jugar en la calle porque para eso es la calle”.
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