LA HABANA, Cuba. – “Es que se pasa mucho trabajo. Si no hay comida para uno, imagínate para otro más”, así comentaba una señora en la calle sobre el hallazgo de otro bebé abandonado en la basura. La noticia no parecía causarle tanto asombro como empatía con quienes decidieron negarles a sus hijos la más mínima oportunidad de vivir.
Su razonamiento, como el de las otras amigas que la acompañaban, se enfocaba más en justificar y hasta normalizar el crimen y no en condenarlo, a pesar de cualquier “circunstancia atenuante”.
Demasiadas opiniones similares he escuchado por estos días y en otros lugares, así como he visto cómo la gente se pasa las fotos del crimen o las busca desesperadamente entre los amigos con el único fin de contemplar con evidente satisfacción lo que debiera causar repulsión.
Tanto lo uno como lo otro son claras señales de las deformaciones peligrosas que hoy debilitan nuestro entramado social, evidentemente dañado, y que son consecuencia de un constante ejercicio de normalizar fenómenos que en otras sociedades serían claras señales de alarma pero que hoy, en la nuestra, están sucediendo con altas dosis de aceptación, de conformismo, de incapacidad para identificar la magnitud del daño.
La sociedad cubana normalizó, por ejemplo, la prostitución con extranjeros y hasta se le dio otros nombres (jineterismo, jineteo) para intentar “distinguirla” de un ejercicio que a fin de cuentas, sin importar con quién, en dónde ni por cuánto se haga, sigue siendo el mismo, así se practique en La Habana, en Helsinki o en Nueva York.
Tanto se ha normalizado la práctica de la prostitución, incluso por menores de edad, que hoy los matrimonios con extranjeros siguen siendo considerados como signos indiscutibles de estatus social, por encima de un título universitario o el desempeño de una alta responsabilidad en el ámbito laboral.
“Estar casado o conviviendo con un extranjero te abre puertas; una profesión probablemente te las cierre a cal y canto, por ejemplo, ser médico. Yo ni puedo tener buenas vacaciones, ni comer bien y hasta para salir al extranjero necesito un permiso del Ministerio”, comenta un amigo mientras conversamos del tema.
De hecho, pudiera decirse que algunos de los más importantes negocios “privados” o de inversión extranjera en la Isla están en manos de personas que, ante todo, lograron “atrapar” a un extranjero. Y lo mismo se cumple al interior de las familias de las figuras más importantes del régimen, donde de un modo u otro igual se ha normalizado la práctica del “jineteo” como vía de prosperidad e incluso como “plan B” de salvación, previendo una debacle del “sistema”.
Pareciera un chiste, quizás algo traído por los pelos pero no lo es. Quienes conocen a fondo la realidad cubana saben de lo que estoy hablando, porque más que la normalización de la prostitución ha sido el encumbramiento indiscutible de esta como único medio de prosperidad en un sistema político que en sus relaciones con el mundo, para sostenerse, actúa de modo similar.
Y como la prostitución, hemos normalizado la corrupción y el robo bajo las formas de esa “lucha” que todos “comprendemos” y a la que incluso aspiramos como paradigma del éxito en un país donde económicamente no se puede ser exitoso de otro modo, porque incluso la complicidad con el régimen es una forma de corrupción, que también hemos normalizado.
Y de cierto modo la normalización de la violencia política, y de la violencia que está en el trasfondo de las decisiones del régimen en la economía cubana, se refleja en el estado de inseguridad de hoy, en la violencia que crece en nuestras calles, donde muchos se creen con el derecho de quitar una vida para continuar con la suya, así como el Partido Comunista prioriza su salvación por encima de todo, y de todos.
De cierto modo, como país, hemos terminado por ser un pueblo moldeado a imagen y semejanza de sus malos gobernantes, aunque estos insistan en que son ajenos a lo que ocurre y que todo es culpa del “bloqueo”.
Incluso aunque intentemos alejarnos físicamente del problema “Cuba” no lo vamos a lograr porque se trata de un asunto de deformación que cargamos con nosotros a donde quiera que vayamos o nos instalemos, y se necesitarán muchos años —los que quizás no tengamos todos los cubanos y cubanas que hoy estamos vivos— para “desnormalizar” lo que ya “normalizamos” por resignación u oportunismo.
Deberán pasar muchos años y olvidar nuestros “entrenamientos” sobre todo para, por ejemplo, dejar de exigir que se nos hable en español donde se habla inglés, o desterrar para siempre la idea de que prosperar es huir de Cuba con “miedo creíble” para después retornar al barrio y dárnosla de ricos rentando un auto de turismo y pagando una semana de vacaciones en Cayo Coco. Porque de tanto “normalizar” nuestras “anormalidades” hemos terminado normalizando tales ridiculeces.
Otro bebé recién nacido echado a la basura, otro más, y ya van unos cuantos como para detenernos a pensar en qué nos hemos o nos han convertido. Otro bebé desechado en otro lugar de la misma Cuba de espanto donde hasta el más pobre está expuesto a un asalto, a un robo en plena calle y a manos de sus propios vecinos.
La misma Cuba de los feminicidios y de los asesinatos por una vieja moto, por un carretón de caballos; y el mismo lugar donde la guapería barata y los alardes de esquina sirven para luchar un turno en la cola del pollo pero no para encarar a ese mal gobierno que nos convirtió en animales y nos trata como tales.
Algo muy malo ha estado pasando con nosotros para que incluso nos obsesionemos y hasta nos conformemos con emigrar, con escapar, cuando en realidad lo que más necesitamos no es un cambio de lugar sino vaciar nuestras cabezas de toda esa basura que nos transformó en este rebaño más oportunista que obediente.
Vaciar nuestras cabezas aquí, ahora, cuando somos conscientes de lo mal que andamos, y no allá en la distancia cuando aceptar que fuimos cómplices “arrepentidos” o que fuimos víctimas “silenciosas” —más que silenciadas— no es suficiente como exorcismo.
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