LA HABANA, Cuba. – Aunque ya pasaron muchos años no he olvidado aquella tarde. Aún vivía en Encrucijada, un pequeño pueblo en el centro de la isla; y ahora, mientras escribo, he vuelto a ver la multitud congregada en el centro de la villa, alrededor de aquella tribuna de cemento que se levantaba frente a la sede del gobierno municipal, y al que por entonces llamaban Junta Central de Planificación, o JUCEPLAN, por ese creciente delirio de nombrarlo todo con siglas.
En el centro de la tribuna se erguía un redondel; una especie de bombo que hacían girar sobre su eje. Dentro del bombo estábamos todos los niños del pueblo, o al menos el número que distinguía a cada una de las “libretas que racionaban los productos industriales” de la comarca en que vivíamos esos chiquillos que alguna vez fuimos. En aquel bombo se guardaban las suertes o las desgracias de todos los niños de Encrucijada. Y cada vez que se detenía el girante redondel se hacía un lóbrego silencio, mientras alguien metía la mano para sacar un papelito minúsculo y doblado.
Han pasado muchos años pero todavía recuerdo esa tarde en la que, después de conocer a los primeras cinco afortunadas familias, el “moderador” chilló ese número que nos advirtió que el azar nos traía la suerte, que en aquella rifa mi hermano y yo habíamos conseguido el número seis, y que solo los niños de cinco familias del pueblo estarían delante de nosotros. Jamás voy a olvidar la euforia que nos contagió aquella tarde que casi llegaba a la noche, y en la que no pensamos en los otros que seguirían esperando su suerte o su fatalidad.
No creo que pueda olvidar alguna vez ese instante en el que el azar estuvo a nuestro favor, y que nos permitió comprar aquella bicicleta, no “Niágara” como la que tuvo mi padre en su infancia, por todo el pueblo sintiéndonos los niños más dichosos de la tierra, o al menos del pueblo, pero ahora, y pasados tantos años, no puedo dejar de pensar en esos otros a los que el azar no privilegió, y tampoco cuando al año siguiente no tuvimos la misma suerte y nos conformamos con los restrojos.
Y ahora, mientras escribo, es también “Día de reyes”, y el silencio en mi barrio del Cerro es lúgubre. No he visto a ningún niño que estrene un juguete nuevo, no sentí la euforia de ninguno de mis “vecinitos”, y supongo que en otros sitios de la ciudad el panorama sea tan semejantemente desolador como ese que yo estuve contemplando. Sin dudas los padres de estos días se ven obligados a privilegiar otras cosas, como la alimentación, sin que les quede otro remedio que no sea posponer los juguetes…, los juegos de sus hijos.
Y bien sabemos cuánta importancia tiene el juego en la formación y el desarrollo de un niño, tanta que hasta la Organización de la Naciones Unidas lo reconociera con la Resolución 1385, coincidiendo con ese año en el que “triunfó” esa triste “revolución cubana”. Y es que el juego, y los juguetes son esenciales durante la infancia, Jugar es una forma de aprender, de explorar el mundo. Nunca es más sincero un niño que mientras juega. El juego desarrolla la imaginación, las posibilidades de indagar y reconocer, explorar.
Jugar es una manera de ser feliz y ayuda a la prosperidad del niño. El juego define y advierte, muchas veces, cuál será el futuro de ese niño, y ayuda a los padres a entender sus vocaciones; por eso resulta tan provechoso que en el Día de Reyes cada infante descubra un juguete nuevo junto a su cama, ese que creyeron los padres que sería el más útil para el desarrollo de su vástago o sencillamente el más deseado, pero en Cuba no es así, porque el día seis de enero en la historia comunista, no va más allá del desvió que hiciera Fidel Castro, durante esa mal llamada “Caravana de la libertad”, para llegar a Cienfuegos. Ese día en que los niños de esa ciudad pudieron pensar que aquellos barbudos eran una reencarnación de los reyes magos, sin saber que se convertirían en los acosadores de sus sueños, en los que entorpecerían sus juegos, sus deseos, quienes convertirían los juguetes en una ilusión desenfrenada y desatendida.
Un bebé necesita una maruga, precisa de un muñequito chillón para reconocer sonidos, para recibir estímulos, un niño necesita un bate para desarrollar sus aptitudes beisboleras, precisa de una bicicleta para vigorizar sus músculos. Hace falta una muñeca para jugar a “las casitas”. El proceso de maduración del niño es evaluado muchas veces mediante esos juegos en los que se enfrascan. No se puede vivir sin juegos y juguetes, lo que en Cuba resulta una ilusión, un desatino, sobre todo si se piensa en esos juegos electrónicos que aportan tanto al desarrollo cognitivo del infante.
Jugar en Cuba es un alucinante privilegio, una prerrogativa de la que solo disfrutan los que tienen mucho dinero en sus bolsillos. Y bastaría con entrar a una juguetería durante estas jornadas que fueron previas al Día de Reyes para comprobar como ese funesto gobierno empobrece a los padres y hace llorar a los niños. Yo tuve que someterme al bombo alguna vez, pero tengo la certeza de que los hijos de Fidel Castro o de ese Raúl con idéntico apellido, no pusieron en el azar sus expectativas, sus sueños. Y no dudo que esa sea una de las razones que hacen a los cubanos posponer cada día el nacimiento de un hijo si no tienen la certeza de que los dejarán satisfechos a la hora de jugar.
Y seguiremos siendo un país más viejo si nuestros niños no consiguen sus anhelos, esos que tienen que ver con un Tablet, una computadora o simplemente con una muñeca, un bate o una pelota, que los haga sentirse protagonistas de las mejores proezas. El azar no puede ser una solución, porque el niño que no juega no tendrá posibilidades de desarrollar sus aptitudes, y lo peor es que será infeliz, que llorará cuando no tenga su muñeca negra, blanca, verde, o de cualquier color. El gobierno cubano, ese que confina el juego de sus infantes, alguna vez será llevado a un tribunal con el auxilio de Sherlock Holmes, ese famoso detective al que hizo nacer Arthur Conan Doyle un “Día de reyes”, hace ya mucho, y quien quizá jugó muchas veces a ser un investigador famoso.