LA HABANA, Cuba.- El cubano de a pie siempre está librando alguna batalla, sin balas ni morterazos, pero no menos encarnizada y desgastante.
Las armas más comunes son la paciencia, los buenos reflejos y una pequeña porción de perspicacia.
Y entre la lista de enemigos más despiadados y poderosos aparece la escasez, el racionamiento, las patrullas de policías, uniformados y encubiertos, y las turbas de fanáticos con su voluntad de linchar a cualquiera que se atreva a cuestionar, en público, el liderazgo del partido comunista, el modelo económico o la falta de espacios para ejercer libremente los derechos fundamentales.
No hay tregua en esta guerra, ahora con un nuevo frente, en las afueras de las Tiendas Recaudadoras de Divisas (TRD).
El pretexto para que comience el pugilato es el aceite que se usa en la elaboración de alimentos, que no puede obtenerse con los míseros salarios, sino gracias a la llegada de remesas provenientes del exterior, o mediante alguna reventa en el mercado negro.
Con el paulatino restablecimiento de la venta de yogurt, perdido de las neveras habaneras desde hace aproximadamente cuatro o cinco semanas, llegó la desaparición del aceite.
La bienvenida del popular producto derivado de la leche fue convoyada con la ausencia de las botellas de aceite, tan anheladas para matar el hambre con un huevo frito, dorar una croqueta de no se sabe qué, o, si es posible, rociar un poquito sobre el arroz vietnamita, si las circunstancias obligan a comérselo acompañado de un trozo de boniato o de plátano burro hervido.
Esos menús sin aceite garantizan un viaje seguro al proctólogo en busca de algún remedio para las hemorroides.
Recuerdo el apogeo del llamado Período Especial en Tiempos de Paz (1991-1994), un eufemismo ideado por Fidel Castro para enmascarar los rigores de la severa crisis económica que sobrevino con el cese de la ayuda de la ex Unión Soviética y sus satélites de Europa del Este, y miles de cubanos tuvieron que pasar por la dolorosa experiencia.
El hambre se posó en cada palmo del territorio nacional, para irse a medias, después de una larga secuencia de azotes.
Pero en realidad nunca se fue. Los zarandeos persisten. Solo que en estos tiempos se sobrevive gracias a la anchura de la economía subterránea, alimentada por el crecimiento de los robos en las empresas del Estado, el aumento del turismo internacional y el desvío de recursos de ese sector, además del alza en el número de personas que reciben ayudas monetarias de sus familiares radicados en otros países. Gracias a esto los golpes existenciales son relativamente amortiguados.
La mencionada situación no exime que haya muchos cubanos escarbando en los tachos de basura en busca de comida o de cualquier despojo, todavía con valor de uso, para ofertarlo a otros coterráneos sumidos en el mismo nivel de desgracia.
La batalla por apoderarse de un par de botellas de aceite es un mandato en las postrimerías del invierno y el inicio de una primavera que promete tanto calor como en la plenitud del verano.
Rara vez alcanza para todos los aspirantes. El acaparamiento, y el uso de la fuerza bruta para ocupar posiciones privilegiadas en las largas filas, se impone. Es la ley del más fuerte.
Irse con las manos vacías de esos barullos, que suelen terminar a puñetazo limpio, policías y detenidos, es lo más normal, como también lo es comprar el aceite a un mayor precio.
Entretanto, las carencias en los sectores sociales más empobrecidos ayudan a enriquecerse a una caterva de burócratas y ladrones de cuello blanco, aprovechados de un modo de vida creado a partir de los excesivos controles del Estado, el racionamiento y la falta de una política coherente en materia de producción y distribución a nivel nacional.
Esta historia sobre la escasez de aceite fue documentada a partir de hechos padecidos en La Habana. Al interior de la Isla el laberinto existencial tiene más recovecos, piedras y tinieblas.
Es por ello que no cesa la emigración hacia la capital. Dicen que aquí se vive con menos sobresaltos.
Los habaneros recelan de esas percepciones. Piensan que viven en el peor lugar del mundo, y que la salvación está en Miami. La exageración es un síntoma del hastío prolongado frente al muro de la desesperanza.