LA HABANA, Cuba.- El centenario del nacimiento, el 2 de julio de 1920, de Eliseo Diego no fue olvidado, pero poco faltó. No podía ser de otro modo si la celebración dependió, parafraseando el título de su libro de cuentos de 1942, de las oscuras manos del castrismo.
Fue una celebración de prisa y chapucera: una tarja develada por su hija Fefé y el ministro de Cultura en su casa natal, en la Habana Vieja, y un acto con pocos asistentes, todos con tapabocas y desganados para hablar, en la Biblioteca Nacional.
Se sabe las circunstancias que atraviesa el país, con una crisis agudizada por la COVID-19, pero el poeta, uno de los más grandes que tuvo Cuba en el siglo XX, merecía mucho más. A cualquier pelafustán y cacaseno del régimen le hubiesen hecho más honores. A cualquier reunión municipal de tracatranes, o a los sobrecumplimientos inflados de una empresa estatal, le darían más importancia y destaque.
El régimen castrista no se caracteriza por sus buenas relaciones con los hombres de letras. Con Eliseo Diego no fue la excepción. Por ser de origen burgués y católico siempre recelaron de él. A un extremo tal que, en los años 70, la Seguridad del Estado llegó a la infamia de presionar a su hijo Eliseo Alberto (Lichy), que aún era un adolescente, para que vigilara a su padre y les informara de sus actividades, sobre todo de sus reuniones con visitantes extranjeros y escritores “sospechosos” en su apartada finca, en Arroyo Naranjo. Ese deprimente episodio inspiraría a Lichy, que también se convertiría en escritor, su desgarrador libro Informe contra mí mismo.
Finalmente, como hizo con Cintio Vitier —su concuño, sus esposas eran las hermanas García Marruz, Fina y Bella— el régimen logró utilizarlo, aprovechando su pasado en el grupo Orígenes, para apuntalar su relato teleológico de la historia nacional. No tenían mucho más de qué echar mano en esa fantasmagoría mal montada que llamaron “la cultura dentro de la revolución”.
Eliseo Diego que, además de una docena de poemarios, escribió también cuentos, ensayos y prosa poética, recibió en 1986 el Premio Nacional de Literatura y en 1993 el Premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana.
En 1993 se fue a México, donde estaban exiliados sus hijos Lichy y Rapi. Allí moriría, el primero de marzo de 1994.
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