LA HABANA, Cuba.- Escribir sobre Miami —donde tantos aspectos de la vida de Cuba y del cubano se potencian de modo notable— es un reto que asume José Hugo Fernández en Los jinetes fantasmas, sin pretensiones testimoniales y sin valerse tampoco de las supuestas ventajas que su profesión periodística acaso le podría reportar.
Esta, su última novela, publicada por Neo Club Ediciones de Miami, sortea además con desenvoltura los riesgos, no ya de mezclar géneros y subgéneros literarios, sino sencillamente de mezclarlo todo con el mayor desparpajo. Libre de esa superstición, el escritor se atiene solo al realismo de su imaginación.
La voz que narra nos dice que “lo real no precisa ser vivido”, y esto “no es una fórmula ni mucho menos”, pero le sirve como verdad momentánea “para hilvanar la trama de mi primera novela miamense, que no está basada en hechos reales, Dios me libre”. Pero espera que “tal vez logre enhebrar una serie de asuntos y caracteres más o menos creíbles, otorgándole la verosimilitud suficiente para que no me quemen vivo”.
Esos “asuntos y caracteres más o menos creíbles” se organizan sin tumulto en una novela que puede, y merece, ser leída de un tirón, como quien ve una película por la que pasan y traspasan personajes para los que no se me ocurre mejores adjetivos que “desopilantes” y a la vez “desenvueltos”, porque son trazados con un pincel alucinado y muy diestro.
Destreza requiere mezclar, sin estallido, ingredientes como dos primos que parecen gemelos y comparten a Marcia, amiga de unos extraterrestres de Plutón que habitan las entrañas de la tierra, un confuso militante del Estado Islámico, un enamorado de una camarera china muy protegida, un viejo con un sombrero que lo hace invisible, unas Hermanas al Rescate que cambian sexo por protección a balseros recién llegados, una enana rumbera y “una” Hulk que maneja una rastra…
Esa lista es engañosa, sin embargo, y no nos hallamos ante una Corte de los Milagros, sino, como siempre en la narrativa de José Hugo Fernández, en una Cuba desnuda, desmenuzada, más que cierta en sus mil incertidumbres, nítida en sus difuminaciones, no importa época ni lugar: siempre en ese continuo espacio-temporal que somos y que este escritor sabe atrapar con ironía y piedad sin igual.
Se vale de la novela negra y de la picaresca, del trazo de la historieta y la caricatura, del humor suelto y del ensayo disuelto, de los planos múltiples y las subtramas eléctricas, mientras nos cuenta la historia de un cuadro pintado sobre otro cuadro, y la historia de cómo un escritor en Miami va tramando una novela, y la historia de una investigación detectivesca…
“A Miami le faltaba una novela”, dijo el poeta Ramón Fernández-Larrea cuando hizo la presentación de Los jinetes fantasmas: “No una novela donde la ciudad fuera decorado exterior o pretexto, sino la novela donde ella misma fuera protagonista” en “una persecución interminable, que en el principio es una huida”.
Si en las novelas podemos encontrarnos diferentes tipos humanos, también nos topamos con distintos tipos de novelistas que ilustran mucho sobre lo que somos. Si decía un célebre autor que las novelas nos sirven para saber cómo viven los seres humanos, también es cierto que nos sirven para saber cómo sienten la vida esos seres humanos que son los novelistas.
En Los jinetes fantasmas, una vez más, José Hugo Fernández muestra su fe en la literatura a la manera de la fe religiosa de aquellos frailes errantes, en ciertas viejas historias, bromistas y sobrios, prácticos y soñadores, sensuales y jodedores, dicharacheros: su fe en la literatura por amor a la libertad que ella le depara. No libertad en mayúsculas y por sobre todo: la humilde libertad de quien va por su camino sin entorpecer nunca el camino de nadie, pero siempre dispuestos a hacer el cuento.
El propio autor nos lo dijo a su manera en una ocasión, respondiendo a una pregunta del proyecto Puente a la vista: “Los personajes de mis libros suelen ser como yo, alegres perdedores. Inadaptados que no quieren o no pueden renunciar a serlo. Es todo cuanto descubrirán en ellos los lectores. Si acaso podrían constatar, además, lo divertido que nos resulta ser alegres perdedores”.