LA HABANA, Cuba. – Raúl Castro lo ha dicho sin ambages en pleno Congreso del Partido y casi con una sonrisa de oreja a oreja: las tiendas en MLC fueron implementadas para estimular el envío de remesas, y permanecerán hasta que la economía cubana se fortalezca; es decir, para siempre. Por si no bastara, afirmó que el comercio en divisas se ha introducido para abastecer el mercado interno de productos que “fueron desapareciendo de la oferta estatal, dejando espacio para la actividad ilegal de la compra en el exterior y la reventa de esos artículos con altísimas tasas de ganancia”.
Con estas cínicas declaraciones, el dictador criminalizó públicamente a las llamadas “mulas”, que en medio de la “crisis coyuntural” y antes de la llegada del coronavirus se encargaron de suministrar al mercado nacional bienes que escaseaban debido a la pésima gestión de la economía por parte del régimen, o eran vendidos en la red mayorista a precios inaccesibles. Oportunamente Raúl Castro olvidó que las “mulas” pagaban abusivas cuotas de Aduana y con frecuencia eran extorsionadas por los empleados de los aeropuertos, un entramado de corrupción que en gran medida encarecía el precio de los bienes importados que luego eran vendidos a la población.
Aun así, las mercancías traídas desde países como Panamá y Guyana resultaban mucho más atractivas en cuanto a calidad y precio que las comercializadas por el Estado. La fuga de capitales, la demanda cubierta por ese mercado alternativo y el empoderamiento de sus actores, que a ritmo vertiginoso iban inclinando la balanza a favor del sector privado, pusieron en alerta al monopolio castrista. Los generales se sintieron amenazados por la competencia y el supuesto enriquecimiento de los ciudadanos que se dedicaban a ese negocio; pero en la mayoría de los casos lo que Raúl Castro considera “altísimas tasas de ganancia” no daba para mucho más que recuperar la inversión y cubrir sin presión los gastos domésticos. Riqueza, con todo lo que implica, solo poseen los altos militares que gobiernan este país, sus familiares y socios.
El común de los cubanos vive con el temor de ser encausado por tener algunos miles de pesos, aunque los haya ganado honradamente. Comprar y revender ropa, café, aseo, calzado y electrodomésticos, por los que además se pagaban aranceles, no constituye una actividad económica ilícita en el resto del mundo libre. Sin embargo, la vaguedad de las leyes cubanas ha permitido la cacería de cuentapropistas y su enjuiciamiento público, a través del noticiero estelar, como delincuentes, acaparadores y codiciosos.
Raúl Castro cree que los cubanos somos idiotas y no nos damos cuenta del afán de lucro de un gobierno que amplía el comercio en divisas e impone elevados precios a artículos de primera necesidad, varios de producción nacional, para rapiñar cada centavo que aportan los emigrados. Las tiendas en MLC no solo venden más caro que las “mulas” y en una moneda que la mayoría no posee ni el régimen vende en sus casas de cambio; sino que profundiza las brechas sociales reservando para ciudadanos que tienen dólares privilegios tan ridículos como comprar agua de colonia, maicena o sorbetos.
En Cuba no deja de aumentar el número de cosas insignificantes que adquieren categoría de lujo, mientras algunos se entusiasman con el traspaso simbólico del poder que está aconteciendo en el “Congreso de Los Chapuceros”. Quienes ven la salida de Raúl Castro como una señal esperanzadora para la economía del país, son los mismos que creen que pronto van a comprar carne de res y leche de vaca en el agrito de la esquina, que después de satisfacer la demanda del Estado a los guajiros les sobrará suficiente para llenar las tarimas, y que el gobierno cumplirá su parte del trato. Son los mismos que no se sienten ofendidos cuando el dictador admite que este sistema parasitario sigue en pie gracias a las remesas enviadas por los que se fueron bajo piedras y palos cuando el Mariel; los que remaron 90 millas a riesgo de ser tragados por tormentas o tiburones, y durante la travesía vieron cosas de las que aún no se atreven a hablar; los que recorrieron miles de kilómetros hasta la frontera sur de Estados Unidos, a costa de un sacrificio personal inimaginable, y del que hoy viven descaradamente quienes han convertido a Cuba en un basurero adornado con consignas.
El VIII Congreso del PCC ha sido el podio desde el cual Raúl Castro lanzó su burla final a la cara del pueblo cubano, dejando asegurada la continuidad en manos de Álvaro López Miera (nombrado ministro de las Fuerzas Armadas) y Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, la nueva mancuerna que asestaría un golpe de Estado express a Díaz-Canel, si se atreve a dárselas de perestroiko.
No importa que el presidente Joe Biden se muestre indiferente ante la posibilidad de recomponer las relaciones bilaterales, que se hayan cancelado importantes acuerdos con naciones “hermanas”, o que la pandemia continúe afectando la reanimación del sector turístico. El núcleo duro del castrismo prevalecerá mientras lleguen las remesas. La cita partidista solo ha servido para redoblar el malestar ciudadano, y avisar que quien no tenga dólares será enterrado por la avalancha que se avecina. Los que creen que Cuba no puede estar peor se equivocan, y de qué manera.
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