LA HABANA, Cuba. – “Si yo vendo esta casa en lo que me ha costado, nadie la compraría”, afirma el viejo Arturo al responder a mis preguntas sobre cuánto ha invertido en levantar con sus propias manos los 32 metros cuadrados de área habitable que aparecen registrados en el documento de propiedad, por el que además debió pagar un “extra” considerable —el equivalente a unos 500 dólares— para evitar enredarse casi eternamente en esa red de trabas y burocratismo que deberá enfrentar quien no pueda o no quiera ofrecer sobornos.
Arturo asegura haber puesto el primer bloque de su casa a mediados del año 2004, cuando un hermano que residía en los Estados Unidos le regaló 2 mil dólares para que comprara un terreno en Las Guásimas, casi en los límites de La Habana, y levantara, como él mismo dijera, “una choza de cuatro tablas con baño y cocina”, en un proceso constructivo que aún en el 2020 no ha podido concluir, a pesar de haber invertido unos 8 mil dólares ya en la compra de materiales, ya en los “arreglos por la izquierda” con la Empresa Eléctrica y con Acueducto para electrificar y llevar el agua potable hasta el lugar, o en la confección de los planos y su aprobación, en fin, en la legalización y ejecución de la obra.
No obstante, calcula Arturo que le faltarían al menos mil dólares más para terminar de desmontar y rellenar una parte del terreno donde aún existen los restos de otra construcción en mal estado, impermeabilizar techos, cercar, repellar los exteriores y pintar, con lo cual ya pudiera aproximarse al hogar que soñó algún día, humilde, pequeño, pero digno de ser llamado como tal. Una verdadera proeza en un país como Cuba donde cualquier cosa suele ser considerada por el régimen como un privilegio, de modo que llegar a tener una vivienda nueva y propia, pero sobre todo legal, es de seguro imposible incluso para un trabajador profesional que dependa exclusivamente de lo que ingresa como salario estatal.
Según Alain, hijo menor de Arturo, su infancia y adolescencia las ha pasado oyendo a sus padres hablar de bloques, cemento, arena, cabillas (acero), del calvario para conseguirlos y del abuso de ir pagándolos cada día más caros en el mercado informal y con ello exponiéndose, como la mayoría de los cubanos, al decomiso de los materiales, incluso de la vivienda, y a otras sanciones que pudieran incluir la cárcel.
“Creo que la primera palabra que dije cuando empecé a hablar fue cemento (…), a veces tengo hasta pesadillas con la construcción (…), de que viene un inspector, locuras así (…), mi papá ha echado la vida en esta cosa que todavía no ha podido terminar porque también hay que tener dinero para comer, uno se enferma, yo mismo que soy asmático (…) quizás por esto mismo de crecer bajo el polvo (…), y cada día que pasa tardaremos más en terminar porque antes los bloques estaban a 5 pesos (CUP), a 3 los recuperados, y ahora ya van por 10 y hasta 15 (CUP) (…), el saco de cemento que estuvo por 3 y 4 fulas (dólares) hoy cuesta 12, 16, y esta casa, así chiquita y maluca se ha tragado unos cuantos sacos”, nos cuenta Alain quien además se lamenta porque, en vez de invertirlo en una casa que no ha podido terminar, su padre hubiera podido usar el dinero en “escapar de Cuba”.
La experiencia de esta familia es similar a la de muchas otras en la isla que han tenido que levantar desde cero la casa donde habitan, acudiendo a sacrificios personales, sin más ayuda que la que han podido agenciarse las más de las veces delinquiendo, es decir, sumergiéndose en ese laberinto de corrupción que marca el día a día de cualquier cubano.
No importa cuán apegado a la legalidad uno desee actuar, lo cierto es que resulta prácticamente imposible comprar en los establecimientos estatales (rastros), donde al parecer no ha dejado de funcionar lo que algunos describen como “una verdadera mafia” que, por su persistencia y fortalecimiento a través de los años, todo indica que mantiene conexión con el entramado de corrupción que existe en las empresas estatales y en las instituciones del Gobierno desde donde serían controladas y protegidas, tanto así que solo de vez en cuando se escucha de un “explote”, es decir, de una redada policial o de una acción de la Fiscalía para terminar de una vez y para siempre con el contrabando en esos lugares.
“Después del tornado (que azotó La Habana el 28 de enero de 2019) hicieron un par de redadas en algunos rastros, no en todos, sacaron algunas imágenes en la televisión, vendieron materiales durante unos días, un poco de cemento, arena y bloques pero ya al mes todo volvió a como estaba antes (…), el bloque a 10 pesos (CUP), el saco de arena a 10 dólares (CUC) y así, todo fue paripé, puro paripé”, denuncia Fabiola, una mujer que dice llevar cerca de ocho años intentado concluir la reparación de la vieja casa que heredara de la madre pero, al no contar con ingresos además de su salario como ayudante de cocina en un hospital de la capital, depende absolutamente de los materiales que alcance a comprar en el rastro, algo que no sucede con frecuencia.
“Si compré tres o cuatro veces en los últimos cinco años creo que es mucho (…). Mi marido se la pasa persiguiendo a ver dónde hay un derrumbe por ahí para entonces ir y sacar ladrillos, polvo de piedra, trozos de cabilla, lozas (…), hay gente que se dedica a eso, y después cobra por los escombros, a ese punto se ha llegado en este país, a vivir como buitres (…), es un descaro total porque todo te lo venden en la misma puerta del rastro a sobreprecio y por ahí la policía ni se asoma (…), ahora todo es los coleros y los revendedores pero de la mafia de los rastros no dicen nada”, agrega Fabiola, e insiste en hacernos notar que en internet, en páginas como revolico.com y hasta en las redes sociales, se anuncian los vendedores de materiales de construcción pero ni la policía ni la prensa oficialista los menciona en medio de la actual cruzada contra “revendedores” y “acaparadores”.
Precisamente es el mercado informal de materiales para la construcción uno de los que poco o nada ha sufrido como consecuencia de los más recientes operativos policiales contra las “ilegalidades”. Con la salvedad de un par de decomisos en viviendas particulares y la detención de igual cantidad de choferes que transportaban algún tipo de árido y acero, los rastros no han vuelto a ser investigados ni cuestionados, como si lo que sucede allí fuese asunto resuelto o como si la cadena de “ilegalidades” apenas rodeara a las personas en la calle y no abarcara al sector estatal y a los organismos del Gobierno encargados de la producción, trasiego y comercialización.
Mientras revendedores de electrodomésticos y de alimentos disminuyen visiblemente o enmascaran con diversas estrategias su presencia en plataformas digitales de promoción como revolico.com, quienes comercializan materiales de construcción se mantienen anunciándose sin tomar demasiadas precauciones, incluso han doblado los precios hasta en diez veces el valor que tenían a finales de 2019 y principios del 2020, sin que esta “curiosidad” suscite comentarios en los medios oficialistas.
Luego de indagar vía WhassApp con varios de los revendedores de materiales de construcción que operan en La Habana, hemos podido comprobar que una buena parte de ellos se siente confiada, asombrosamente segura, de que no sufrirán decomisos, incluso algunos ofrecen garantías de sus mercancías, y hasta proporcionan documentación “legal” donde certifican que han sido adquiridas en un establecimiento estatal donde quedará además registrada la compra, por si algún policía demasiado “entusiasta” decidiera salir a comprobar.
“Te lo ponemos en la puerta de la casa y te damos papales. Todo es legal (…), ¿qué policía ni policía?, esto es más legal que en el mismo rastro”, nos asegura uno de los vendedores, que además afirma ser “primera mano” y contar con los mejores precios del mercado.
“Nosotros tenemos de todo. Pide, que nosotros lo tenemos. Cualquier cantidad”, nos ha dicho otro de los anunciantes, achacando los precios excesivos a la alta demanda.
Pero todo parece indicar que no es exactamente así y que un factor más importante pudiera ser el hecho de que en las empresas productoras estatales, de modo informal, es donde se han establecido los altos precios de “primera mano”, aún cuando nunca se ha detenido la producción, pero la contingencia del tornado y las redadas policiales que le siguieron, posiblemente sirvieron de oportunidad para un reordenamiento de precios del mercado informal, así como de sus principales gestores.
“Ya después que pasó el tornado y dejaron de prestarle atención a los damnificados, la situación en los rastros volvió a ser la misma de antes, aquí dejó de entrar materiales, a pesar de que se continuaba produciendo (…), lo que pasa es que de la misma fábrica sale para otros lugares, ellos han puesto el precio que les da la gana y hay cooperativas y particulares que los compran, porque las mismas empresas (estatales) los pagan a ese precio y es ganancia que queda entre ellos mismos, y a los rastros llega lo que sirve para justificar una parte del plan, son producciones de muy mala calidad”, afirma Yaumara, vendedora en un rastro de la capital.
“Parece que le han cogido el gusto a ganar bastante dinero de esa forma. Lo que hicieron fue quitar a los intermediarios que había en la calle y se pusieron ellos mismos a vender (…), primera mano con precios de tercera y cuarta, es un negocio redondo (…) y a los rastros mandan lo que nadie quiere, es un relajo, ya nadie se preocupa por lo que pasa aquí (en los rastros), el negocio ahora está bien arriba, esto es miseria”, afirma Héctor, también trabajador de un rastro.
Esta semana el saco de cemento en La Habana, tanto del gris como del blanco, había alcanzado precios exorbitantes. 16 dólares alguien ofrecía en revolico.com por una bolsa, mientras que una meseta de granito para fregadero de alta calidad, que antes era posible adquirir por entre 30 y 40 dólares, ahora sobrepasa los 150 y hasta 200 dólares, la de calidad mediana, así como los bloques se comercializan “clandestinamente”, cada unidad, nunca por debajo de los 60 centavos de dólar, de modo que una célula básica de cualquier vivienda, calculada para un mínimo de mil bloques, costaría la suma de 600 dólares, una verdadera fortuna para un trabajador estatal que apenas devenga entre uno y dos dólares diarios como salario.
Así las cosas, Arturo, ese pobre hombre que después de dieciséis años aún no ha logrado terminar de construir su casa, tal como están los precios de hoy y habiendo dejado de recibir la ayuda de su hermano después de que este falleciera en 2018, ya ha perdido toda esperanza de terminar la casa de sus sueños.
“Cuando me pongo a pensar en eso me da rabia conmigo mismo. Incluso he pensado en vender así como está y largarme de aquí”, es lo que Arturo respondió en voz baja, casi susurrando, cuando escuchó lo que dijo su hijo sobre el dinero malgastado, sin que para el joven significara ningún tipo de reproche contra su padre.
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