LA HABANA, Cuba.- Algunos suelen ser graciosos, llenos de humor pero otros, la mayoría, resultan ofensivos y groseros. Están por todos lados los carteles. Abundan en los muros, en las entradas de las casas, en los autos. Incluso en los transportes públicos y en los comercios.
Se pudiera decir que La Habana vive la fiebre de los carteles. Cada cual ha colocado el que mejor se aviene con su experiencia de vida, con su modo de interactuar con el medio, con sus conflictos personales o con la imagen que desean proyectar como integrantes de un grupo social.
Hay carteles y carteles. Conviven junto a la propaganda oficial, plena de proclamas y consignas, y hasta con las expresiones clandestinas de los opositores y artistas urbanos cuando logran evadir la vigilancia policial y apoderarse de un muro.
A diferencia de aquellos otros, los carteles que han invadido la ciudad no están ni a favor ni en contra de algo intangible, solo reflejan a ese individuo que ha nacido de la confluencia de gigantescas contradicciones ideológicas, psicológicas, económicas, es decir, en un torbellino de presiones y limitantes que convierten al ingenuo cartel en una válvula de escape en ese minúsculo espacio de libertad que se confunde con el libertinaje.
“Agredo a mis vecinos porque me siento agredido”, “todo lo malo que me ocurre es consecuencia de un maleficio”, algo más o menos así es lo que pudiera pasar por la mente de quien coloca un letrero contra la envidia o los malos ojos en la entrada del hogar.
“Maltrato a los clientes porque no les presto un servicio sino que les hago un favor” o “maltrato porque a mí también me maltratan cuando soy cliente”, son quizás dos ideas que confundan a ese dueño de un negocio que, o no se visualiza dueño de una empresa sino mero sobreviviente en una economía de subsistencia, o, en el peor de los casos, se siente como pez en el agua cuando se acrecienta el caos y, por ende, no teme al fracaso de su empresa porque, al final, no existe competencia y, tarde o temprano, el ofendido regresará.
Los dos ejemplos de cierto modo describen al mismo individuo que, no tanto por elección personal sino casi por, llamémosle, “instinto de conservación”, esgrime un tímido acto de rebelión, una venganza simulada, pero no dirigida eficazmente al verdadero blanco sino canalizada contra lo inmediato.
Tiros errados. Arremeto contra el vecino chismoso pero no contra el sistema que exalta como positiva la invasión a nuestros espacios privados. Agredo a mis clientes pero no a las estructuras institucionales que me impiden reclamar o demandar cuando soy agredido.
Es peligroso descubrir que muchas veces el vecino chismoso y la violencia generalizada, incluso al punto de trastocar y contaminar absolutamente todos los aspectos de nuestras vidas, son consecuencia de algo mayor que trasciende nuestro barrio y que, solo como espejismo, se refleja en los individuos que existen en el entorno personal.
“Lo puse porque es gracioso” o “lo escribí porque allí en la esquina vive un chivato que la tiene cogida conmigo” no son simples justificaciones sino la respuesta más auténtica cuando, casi “genéticamente”, disimulamos el temor a hablar abiertamente sobre aquello que nos afecta como sociedad, cuando puede convertirse en un delito lanzar a debate público algunas cuestiones que pudieran ser tenidas como confrontación o desafío a un gobierno, a un sistema político.
Los carteles, que han contagiado una Habana bulliciosa por tanto sonido y furia pero, al mismo tiempo, tan silenciosa a causa de esa mala costumbre de acallar las verdades, dicen mucho más de lo que aparentan decir, aunque no son tiempos para jugar a las adivinanzas.