LA HABANA, Cuba –Durante las últimas semanas la nueva Ley de inversiones –la más reciente fórmula mágica para superar la crisis endémica del “modelo”– ha estado ocupando espacios en la prensa oficial cubana de manera preeminente.
Comentarios, entrevistas a funcionarios y especialistas en el tema, y opiniones que enfocan las bondades y beneficios de asimilar el capital foráneo como vía más expedita para finalmente alumbrar a la vida el socialismo que lleva más de 50 años en fase de gestación, afloran desde las páginas de los libelos gubernamentales y desde los noticieros de televisión, anunciando la buena “nueva”: el capital es la piedra filosofal del desarrollo. Así, pues, olvidemos todo el catecismo ideológico defendido hasta ahora, porque nuestros beneméritos gobernantes han descubierto que remojando las divisas en el agua bendita del castrismo lograremos salvaguardar las “conquistas”… de la casta verde olivo.
Y precisamente porque de las conquistas de los ancianos druidas y sus acólitos se trata, la Ley de inversión extranjera nació con deformaciones congénitas que requieren de una profunda cirugía reconstructiva, si realmente pretenden que funcione.
La más relevante imperfección que salta a la vista desde el principio es la aberración jurídica de excluir expresamente el derecho de los cubanos de la Isla a participar como inversores libres en su propio país, cuestión que no tiene parangón en ninguna nación civilizada, y que por sí sola descalifica de antemano las mejores intenciones. Otra, no menos retorcida, es la proscripción de la libre contratación. Ambos elementos resultan insostenibles por cuanto no se justifican ni cumplen otra función que mantener el control absoluto sobre la población para evitar el debilitamiento del poder político.
Por tanto, la claque de la prensa castrista carga con la ingrata tarea de impugnar las críticas del periodismo independiente sobre la Ley, dado que las nuevas tecnologías permiten que otras opiniones burlen el cerco informativo oficial y lleguen a la población. Los fundamentalistas se lanzan ahora a las trincheras para librar otra batalla contra la libertad de opinión.
Así lo cumple un joven periodista, a todas luces mal entrenado, cuando aborda el tema desde un artículo publicado en el periódico Juventud Rebelde (“Buenas inversiones y ‘escépticas’ versiones”, Yoerky Sánchez Cuéllar, domingo 20 de abril de 2014, pág. 3),que resulta desafortunado desde su propio párrafo inicial, cuando se refiere a los autores de los cuestionamientos como “los pregoneros de una política enfocada a favorecer los intereses foráneos por encima de los asuntos nacionales”. Este despiste acusa la impericia del novato, al referirse en tales términos a los críticos de una Ley que favorece justamente “los intereses foráneos” en detrimento de los cubanos.
Ahí no terminan los desaciertos de Yoerky, quien obviamente tiene acceso a la prensa independiente pero no se atreve a reproducir los argumentos de las críticas a dicha Ley. Resulta insostenible ser representante del pueblo y a la vez abogar en defensa de una legislación que despoja a éste de derechos esenciales, contenidos en declaraciones y pactos internacionales de los cuales Cuba es signataria.
“Una de las causas del ‘escepticismo’ mediático guarda relación con el hecho de que la legislación prohíbe a los inversionistas extranjeros contratar directamente a los trabajadores, función que le corresponderá a entidades empleadoras nacionales”, señala Yoerkys, y nos explica que dicha medida “protege nuestros recursos humanos, considerados la riqueza más importante del país…”. Lamentablemente, olvidó explicar de qué manera despojar de la capacidad de contratación libre e individual a los trabajadores cubanos constituye alguna “protección” para ellos y qué “garantías” ofrece esto a los inversionistas.
“Quién mejor que nosotros mismos para seleccionar el personal de trabajo, teniendo en cuenta requisitos que tributarán a una mejor solvencia y satisfacción para todas las partes…”, se pregunta este alabardero, sumergido en un “yo colectivo” que emerge siempre cuando los señores tratan de convencer al rebaño de la necesidad del sacrificio. Acaso él ignore que en aquel período que nos vendieron como “seudo-república”, las empresas extranjeras contrataban libremente a los trabajadores cubanos, quienes no precisaban de una agencia gubernamental para que ésta determinara su idoneidad, el monto de sus salarios o los impuestos que tributarían al Estado, por lo que la actual Ley de inversiones implica un serio retroceso en materia de derechos laborales.
En definitiva, lejos de resultar esclarecedor, el texto de referencia revuelve la turbidez de una Ley que encierra más interrogantes que respuestas. Continuamos sin saber cómo se define la “cartera inversionista” ni qué dispositivos la administrarán o impedirán favoritismos, tráfico de influencias, corrupción, clientelismo y otros males. No existe un mecanismo o sistema de información que permita a los cubanos –supuestos beneficiados– conocer en qué renglones, quiénes y cómo van a invertir; mucho menos verificar los montos, las ganancias y cómo será la redistribución de las riquezas que se obtendrían. Las “razones excepcionales de interés social o utilidad pública” que determinen las expropiaciones tampoco han sido claramente establecidas y quedan a discreción del gobierno, en tanto la corrupción galopante y generalizada –pese a las muchas batallas y contralorías– sigue sin ceder terreno y constituye una amenaza para cualquier inversionista, en un país en que las acciones de los individuos están pautadas por la supervivencia.
Yoerky no dice, quizás porque un siervo no puede entenderlo, que en ausencia de libertades ciudadanas y de cambios democráticos ninguna medida paliativa logrará remontar la crisis. Sin dudas, siempre aparecerán inversionistas dispuestos a la aventura con el régimen y seguramente miles de cubanos acudirán a solicitar empleos en las agencias de “nosotros mismos”, porque si algo mueve multitudes es la subasta de la miseria. Quizás para entonces este joven, promesa del periodismo oficial, verá en esto otra “victoria de la revolución”. No pretendo discutirle ese punto: llevo 54 años asistiendo a ellas, sin beneficio alguno.