LA HABANA, Cuba. — Contrario a lo que muchos suponen por su estrecha amistad con Fidel Castro, el escritor colombiano y Premio Nobel de Literatura 1982 Gabriel García Márquez (1927-2014) —aunque siempre fue de izquierda— sentía un fuerte rechazo por el comunismo.
En 1955, García Márquez militó unos pocos meses en una célula del Partido Comunista colombiano, pero se largó de ella, espantado y presuroso, cuando, según refiere Dasso Saldívar en su libro del año 1997 García Márquez: El viaje a la semilla, le hicieron “la sugerencia dogmática, de lesa literatura, de que el ámbito mítico y el estilo lírico de su novela (la única publicada hasta ese momento, La hojarasca) no eran los más adecuados para adentrarse en la realidad colombiana”.
De haber seguido el Gabo la sugerencia de aquellos camaradas, nos hubiéramos perdido monumentos literarios como Cien años de soledad o El amor en tiempos del cólera.
Los viajes que entre 1955 y 1957 hizo a Polonia, Checoslovaquia, Alemania Oriental, Hungría y Rusia, en compañía de su amigo y colega Plinio Apuleyo Mendoza, alimentaron el desencanto de García Márquez con el comunismo. Lo demuestran sus reportajes que, agrupados bajo el nombre Noventa días tras la Cortina de Hierro, publicó en la revista bogotana Cromos.
A García Márquez le pareció que el socialismo implantado por los soviéticos en los países de Europa Oriental no funcionaba, ya que era “una extraña camisa de fuerza que ahogaba a sus pueblos, pues la revolución no había brotado de sus propias necesidades históricas, sino que la habían traído desde Moscú en un baúl, para ponerla ahí sin contar con ellos”.
En sus reportajes dedicados a Alemania Oriental, García Márquez refería que sus habitantes eran “gente estragada, amargada, desarrapada, deprimida”. Le resultaba incomprensible “que el pueblo de Alemania Oriental hubiera tomado el poder, los medios de producción, el comercio, la banca, las comunicaciones, y, sin embargo, fuera un pueblo triste, el más triste que había visto jamás”.
No fue mejor la impresión que se llevó de la Unión Soviética y de Hungría, donde aún estaban frescas las huellas de la rebelión de 1956 y la cruenta invasión rusa.
Cito nuevamente a Dasso Saldívar: ”Lo que García Márquez había visto en la Unión Soviética y sus países satélites era un socialismo en piltrafas que más bien parecía una trágica burla del socialismo imaginado y pregonado por Marx y Engels. No había tal dictadura o gobierno del proletariado sino la dictadura de una burocracia dogmática, obtusa y rapaz, presidida por una gerontocracia que a su vez, estaba presidida por un dictador, el secretario de turno del partido comunista; no había tal estado del proletariado, sino un estado todopoderoso armado hasta los dientes al servicio primordial de esa burocracia; no había ningún indicio de transformación del estado en formas de autogestión de la sociedad civil, sino un estado cada vez más centralizado, fuerte y deshumanizado; no había un desarrollo y una acumulación de las riquezas, sino el reparto de una pobreza cada vez mayor…”.
Ese panorama apenas difería del que imperaba en Cuba en la época en que García Márquez trabó amistad con Fidel Castro, pero al escritor colombiano no pareció molestarle demasiado.
Y es que en la debilidad de García Márquez por Fidel Castro, más que la política y la ideología, pesó la fascinación del escritor por la personalidad del barbudo dictador cubano. Para García Márquez, a quien le obsesionaba el tema de la soledad de los poderosos, Fidel Castro era un caso de estudio. Y poco faltó para que lo hiciese uno de sus personajes macondianos.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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