LA HABANA, Cuba. — En enero de 1959, a pocos días del triunfo de la Revolución que derrocó a Batista, García Márquez y su inseparable amigo Plinio Apuleyo viajaron a La Habana en un bimotor tras aceptar la invitación de Fidel Castro para participar en la llamada “Operación Verdad”, con la cual pretendía convencer al mundo de que eran criminales de guerra los cientos de militares del antiguo régimen que estaban siendo fusilados en Cuba.
Pero García Márquez y Plinio Apuleyo quedaron muy desfavorablemente impresionados cuando presenciaron el juicio celebrado en la Ciudad Deportiva al coronel Sosa Blanco. Tuvieron que concederle la razón al acusado cuando comparó aquel juicio con el circo romano.
Cuando la esposa de Sosa Blanco, llevando a sus mellizas de doce años, acudió al Hotel Riviera, donde se alojaban los dos periodistas colombianos, para pedirles que firmaran la carta donde pedía conmutaran la pena de muerte de su esposo, García Márquez y Plinio Apuleyo no dudaron en dar sus firmas, aunque sabían que la carta sería infructuosa.
Cuatro días después, ambos regresaron a Caracas, donde unos meses después, recibieron la invitación del régimen cubano de trabajar, con buen salario, para la recién creada agencia de noticias Prensa Latina. Plinio Apuleyo y Gabo se trasladaron a Bogotá, y establecieron su oficina en la Carrera Séptima, equipados con un télex, un receptor de radio y dos máquinas de escribir. Su trabajo era recibir y enviar noticias a Cuba, y conseguir colocar en la prensa colombiana los reportes de Prensa Latina.
En septiembre de 1960, el argentino Jorge Ricardo Masetti fue a Bogotá y convenció a García Márquez para que se fuera a trabajar a La Habana.
En la capital cubana Gabo trabó amistad con Masetti y el periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh, quien se encargaba de los servicios especiales de la agencia. Con ellos, que creían que Fidel Castro iba por un socialismo diferente al del Kremlin, compartió el disgusto y el desencanto cuando vio cómo el esclerotizado dogmatismo comunista se iba apoderando del régimen revolucionario, cada vez más dependiente de la Unión Soviética.
Debido a sus choques con los comunistas del antiguo Partido Socialista Popular (PSP), García Márquez, Masetti y Walsh, comenzaron a ser mal vistos y relegados.
El escritor colombiano fue enviado a Canadá para crear una nueva oficina de Prensa Latina. En New York, donde pasó seis meses en espera de la visa canadiense, lo sorprendió la invasión de Bahía de Cochinos.
Para que no pensaran que se iba de Prensa Latina por miedo a un eventual derrocamiento del castrismo, Gabo y Plinio Apuleyo no presentaron su renuncia, como ya había hecho Masetti, hasta fines de mayo.
De los dos años que trabajó García Márquez en Prensa Latina solo se conserva su carta de renuncia. Todo lo demás, y también lo de Masetti y Walsh, desapareció, o lo desaparecieron.
García Márquez explicaría al periodista argentino Horacio Verbitsky que “era probable que hubieran roto todos los archivos de la época de Masetti y Walsh con el objetivo de darle un acta de nacimiento distinta a Prensa Latina, porque esos artículos eran como debían ser pero para un dogmático eran terriblemente heterodoxos y probablemente hasta contrarrevolucionarios”.
Después de irse de Prensa Latina se enfrió bastante el entusiasmo de Gabo por la Revolución Cubana, un terreno en el que lo superó —hasta su ruptura con el castrismo en 1971— su por entonces gran amigo Mario Vargas Llosa.
En 1980, cuando García Márquez volvió a Cuba y fue recibido con alfombra roja por Fidel Castro, ya era un autor famoso en todo el mundo. Castro, que era un lector compulsivo, además de admirar los libros de Gabo, lo necesitaba para su causa.
Solo una vez, en enero de 1959, en el aeropuerto de Camagüey, y gracias a Celia Sánchez, Gabo había logrado saludar e intercambiar unas pocas palabras con Fidel Castro, pero este apenas le prestó atención ya que estaba disgustado porque quería comer pollo y no había.
Pero a principios de la década de los ochenta, el Máximo Líder y el escritor se tuteaban, se hacían confidencias, se recomendaban libros y recetas de cocina, se colmaban de carantoñas y halagos mutuos, mientras compartían fiestas, pesquerías, festines y rumbantelas en La Habana, donde Gabo y su esposa, Mercedes, disponían de una mansión que habitaban cuando no estaban en México, Cartagena o Barcelona.
En 1985, Fidel Castro, con la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, hizo realidad un viejo sueño de García Márquez, que no se contentaba en su interés cinematográfico con presidir la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano.
García Márquez, que a veces se atrevió a dar consejos a Castro, se convertiría en su cómplice, llegando a servirle —con el aval que da un Nobel— de agente de influencia y de portador de mensajes secretos para el presidente Bill Clinton, que también era amigo suyo.
El escritor cubano exiliado César Leante resumiría el estatus de García Márquez en Cuba al afirmar que era considerado “una especie de ministro de cultura, jefe de la cinematografía y embajador plenipotenciario, no del Ministerio de Relaciones Exteriores, sino directamente de Castro, que lo empleaba para misiones delicadas y confidenciales que no encargaba a su diplomacia”.