LA HABANA, Cuba. – El compositor y pianista Louis Moreau Gottschalk (1829-1869) fue quien, en la segunda mitad del siglo XIX, descubrió e introdujo la música cubana en los Estados Unidos, iniciando así una relación de fascinación mutua y feliz entrecruzamiento que dura hasta nuestros días y que ha resistido los vaivenes y encontronazos de la política.
Hace 160 años, en 1860, en el habanero Teatro Tacón, Gottschalk estrenó su pieza sinfónica Una noche en el Trópico. Para su interpretación, a una gigantesca orquesta filarmónica sumó los tambores de la tumba francesa, tocados por esclavos que habían sido descubiertos por Gottschalk en Santiago de Cuba y que fueron traídos a La Habana para la ocasión.
Fue la primera vez que se emplearon tambores africanos en la música sinfónica.
Gottschalk, un virtuoso pianista de New Orleans, estaba fascinado por la riqueza de la música de los negros norteamericanos, cuyo folklore nutría su obra.
Buscando material para sus composiciones, Gottschalk rastreó los bosques y plantaciones de Luisiana y Alabama, cien años antes de que Alan Lomax, grabadora en mano, en una búsqueda similar, se topara en los algodonales de Clarksdale con McKinley Morganfield, más conocido por los amantes del blues como Muddy Water.
Pese sus hallazgos, Gottschalk sentía la falta de los tambores en la polirritmia vocal negra. Esa ausencia se debía a que, en Norteamérica, a diferencia de Cuba, los esclavos no podían tocar tambores porque sus rígidos amos puritanos se lo prohibían. Ellos consideraban que así evitaban que los esclavos adoraran a sus deidades africanas.
Los esclavos en Norteamérica tuvieron que recurrir al banjo, la guitarra, la armónica y sus voces para hacer su música y desahogar sus sentimientos. A esas prohibiciones debemos agradecer el nacimiento del blues.
No fue hasta la Guerra de Secesión que dispusieron de otros medios de expresión, cuando instrumentos de vientos y tambores empezaron a caer en sus manos, en lo que preludiaría los albores del jazz.
Aventurero y ávido de exotismo, Gottschalk, en busca del redoblar de los tambores africanos, viajó por las Antillas Menores, Haití y Cuba. En La Habana y Santiago de Cuba, sus oídos adaptados al tañer del banjo y los cantos de trabajo, se llenaron de insólitos toques de tambores. Con la ayuda de Manuel Saumell, un compositor cubano con quien trabó amistad, Gottschalk halló por fin los timbres y colores orquestales que le faltaban a sus composiciones. Una noche en los trópicos fue el clímax de las sonoridades que bullían en la cabeza de Gottschalk y que no lograba concretar sin el sonido de los tambores africanos.
Gottschalk, que murió de fiebres en Brasil, en 1869, sin haber cumplido los 40 años, no supo que había echado a andar un fenómeno que cambiaría la historia de la música mundial: el entrecruzamiento de las músicas de Cuba y Norteamérica.
Los resultados de ese cruce se empezaron a apreciar desde principios del pasado siglo.
En los primeros ragtimes de Scott Joplin (1868-1917) se pueden encontrar rastros de patrones rítmicos y melodías afrocubanas que ya habían sido utilizadas, no sólo por Gottschalk, sino también por Manuel Saumell e Ignacio Cervantes.
Músicos cubanos establecidos en New Orleans aportaron a las primeras bandas de Dixieland el “spanish tinge” que decía Jelly Roll Morton.
En 1932, en su Obertura Cubana, George Gershwin utilizó el coro del son Échale salsita, del Septeto de Ignacio Piñeiro.
En la década del 40 del pasado siglo sería la apoteosis de la música cubana en el jazz, con Mario Bauzá, Machito and his Afro-Cubans y sobre todo, Chano Pozo, poniendo picante con sus congas y sus cantos abakuá al bebop de la orquesta de Dizzy Gillespie.
La interacción entre las músicas de Cuba y Norteamérica fue un proceso natural y coherente.
Aunque los esclavos para los cañaverales cubanos no procedían de los mismos lugares y etnias de África que los de las plantaciones de Norteamérica, las similitudes en sus músicas eran superiores a las diferencias y su tronco común las unificaba.
Así, mientras que las raíces islámicas de muchos de los africanos llevados como esclavos a Norteamérica aportaron a su canto melismas orientales, eso mismo les llegó a los esclavos de Cuba a través de la huella dejada por los árabes en la música de sus amos españoles.
Tanto en la música afronorteamericana como en la cubana, ambas sincopadas, los ostinatos, la vuelta de acordes, la polirritmia y las llamadas y respuestas antifonales son constantes. De todo ello y más hay tanto en el son como en el jazz o el rhythm and blues.
Por todo ello, no son muy distintos los rumberos de los solares habaneros de los indians del Mardi Gras de New Orleans, ni los ring shouts de los ruedos de adoración a Ochún o Yemayá.
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