VILLA CLARA, Cuba.- Villa Yaguanabo es un oasis en medio de la nada cubana, de la nada guajira, un hotel de la cadena Islazul que opaca a cuatro o cinco casas encima de una montaña empinada y que simulan una favela, construida al descuido sobre sus laderas rocosas. Detrás de los desorganizados bohíos, un señor arrugado descansa en el portal de la tienda de abastecimiento, una covacha en la que expenden arroz, frijoles, azúcar normado. El establecimiento luce poco concurrido, similar condición de los trillos y senderos del lugar.
En Yaguanabo hay un puente de 352 metros que, dicen, fue mandado a construir por Celia Sánchez para fomentar el turismo y el tránsito por el circuito sur de la isla. Debajo, una playa de arenas grises y poco profunda se une con un río caudaloso en el que nadie se baña por miedo a ahogarse. La gente de Yaguanabo, el pequeño asentamiento a 25 kilómetros de Trinidad, tienen muy poca fuente de empleo. Sus habitantes, pobres, sencillos, viven de pescar por la madrugada, y del turismo de paso que visita el hotel en busca de mojitos, guaguancó, shows extravagantes de saltimbanquis improvisados.
“Conmigo nadie se faja a las mordidas”
Cerca de las seis de la tarde, el parqueo de Villa Yaguanabo comienza a atestarse de carros modernos, algunos con chapa particular, de ómnibus sello Transtur repletos de presa foránea. El snack bar, dispuesto hacia la estrecha carretera, oferta todo tipo de coctelería en CUC hasta entrada la madrugada.
A las nueve de la noche, cuando las mesas ya están ocupadas por franceses, alemanes, canadienses, un hombre semidesnudo y moreno sitúa sus instrumentos de trabajo en el piso del lugar: un elegguá falso, un coco, una botella con dos tragos de aguardiente, un manojo de hierbas y una vela encendida. A los pocos minutos de comenzado el show, el artista levanta con los dientes, solo con los dientes, una mesa de tablas con una mujer del público encima, más tarde recorre con una antorcha encendida su cuerpo, pela el coco con la boca, camina sin inmutarse sobre pedazos de cristales puntiagudos.
A Maykel Valladares Gómez lo conocen con el mote de “comecandela” y la providencia le obsequió tres o cuatro dones sobrenaturales, impensables para cualquier mortal. Su circo, sin embargo, lo vende a los turistas de la zona desde hace 18 años. Todos los días se traslada desde Cumanayagua, poblado aledaño, para mostrar su unipersonal mundo a los clientes de Yaguanabo. Antes y después del espectáculo trabaja en la cocina de la villa para obtener mayores ganancias, más allá del salario o las propinas que los extranjeros dejan en su sombrero de guano.
“Esto es una danza afrohaitina”, explica él. “Lo de cargar a una persona sobre una mesa con la boca lo fui entrenando poco a poco. Al principio fue solo con un niño, después fui buscando mayores pesos y tamaños hasta que lo logré. La gente me pregunta si me da dolor en la encía, pero no, no siento nada. Siempre hay curiosos que quieren hacer lo mismo, pero han fracasado y algunos hasta se han accidentado. De lo que sí estoy claro es de que conmigo nadie se faja a las mordidas. Todo el mundo nace con un don, hay quien lo descubre a los sesenta años, yo lo tengo desde los 16. Lo cuido, porque vivo de esto, y ahora tengo a mi mujer embarazada”.
A río revuelto, ganancia de pescadores
Por las tardes, cuando el sol comienza a esconderse detrás del lomerío, Martín González coge su tarraya, su vara y su morral y se va cerca del faro implorándole al mar que le deje atrapar tres o cuatro picúas o alguna centolla, una especie de cangrejo gigantesco bien pagado en la zona. Martín ha comido langostas, camarones, todo tipo de pescado de los más codiciados en el mundo de la gastronomía. Sin embargo, Martín ha ido pocas veces a la ciudad, no ha probado la lasaña, ni unas famosas pizzas que hacen Trinidad, se lamenta de no poder describir el sabor de un perro caliente con kétchup, porque jamás ha intentado sentarse en el restaurante del hotel.
El viejo no pesca para su familia, lo hace para venderlos a segundos o a terceros, a hosteleros que tienen negocios prósperos en las cabeceras municipales cercanas. Un amigo de Martín, que habla un poco el inglés, trata todas las noches de “atrapar yumas para llevarlos a comer a una casita que hay aquí cerca, barata, muy barata, pero rica la comida”, cuenta y describe el panorama: “Mira, con diez dólares en ese restaurante del hotel, los turistas se comen nada más un filetico que parece tela de mosquitero con tres o cuatro rueditas de tomate. Allá arriba la gente de aquí le dan todo lo que no se pueden comer por cuatro o cinco kilos, te lo digo yo. Claro, no con tanta finura como quieren ellos, ni copas, ni nada de eso. Lo malo es el idioma, mijita, el idioma que lo jode todo, porque no hay gente tan estudiada que pueda explicarles que les están metiendo el pie”.
En la temporada de verano, los menos de doscientos habitantes de Yaguanabo ofrecen un cuartucho, o el portal de las casas, en su mayoría ubicadas debajo del propio puente, a muchachos que visitan la playa por una noche o dos. Otros, muy pocos, han habilitado un espacio para rentar a familias de cubanos más exquisitos que vienen en busca de pescado barato. En Yaguanabo, además de la Villa, solo hay una pequeña tienda recaudadora de divisa donde se encuentran artículos imprescindibles como cepillo de dientes, jabón, gel de baño y ron habana club. En Yaguanabo no existe ningún otro establecimiento que expenda mercancía en moneda nacional. La entrada a la piscina de la Villa asciende a un monto de 15 CUC por persona.
“El aceite hay que comprarlo a cien pesos, el doble de lo que cuesta, porque no hay en ninguna parte. Si quieres comprarte ropa o zapatos tienes que ir hasta Trinidad, porque aquí no hay nada de eso. A veces vienen personas proponiéndote cosas traídas de afuera, y uno trata de tirar con eso”, comenta Omar Puente, un muchacho residente en la zona, también dedicado a la pesca nocturna y a proponerles “good, good fish” a los turistas que bajan a la playa. Cuenta, además, que los pocos adolescentes de la zona no tienen opción alguna para recrearse: “El sueño de los jóvenes es que alguna extranjera se los lleve para su país, porque aquí se nace con una pita en la mano y un anzuelo en la boca”.