LA HABANA.- No creo que esté yo entre los hombres que abusan de las citas, entre los que mencionan a otros, y sin mucho recato, en cualquier conversación o en la escritura. Yo prefiero el palabrerío incontenible antes que la cita lapidaria, esa cita que aparece casi siempre al inicio y que muchas veces cierra, sin remedio, cualquier posibilidad de diálogo. No me gustan quienes abusan de contertulios y lectores incrustando una cita dicha de memoria en medio de un coloquio, pa’ impresionar; aunque a veces lo hago, si considero que es prudente, si supongo que aporta algo, que aclara…, si es que ayuda…
Y quizá por eso cito ahora, y de memoria, a García Márquez; porque me conviene, porque me sirve. Y es que el colombiano dijo, o quizá lo escribió, que “el secreto de una buena vejez no es otra cosa que el pacto honrado con la soledad”. Y eso que dijo el colombiano me vino en estos días a la cabeza, mientras caminaba con mi perro, y desde entonces me retumba, me acosa, y hasta creo que podría estancarse en mi cerebro por un tiempo, hasta que consiga yo exorcizar algunos demonios.
Y el colombiano, ese que fue amigo de Fidel Castro, el escritor que construyó una obra digna, aseguraba que nada era mejor que un pacto con la soledad si se pretendía tener una vejez decorosa, y quizá llevaba algo de razón con su certeza, aunque no tanta; y lo comprobé mejor con el “jalón” que me dio mi perro, ese “jalón” con el que intentó advertirme que un hombre estaba tirado sobre la yerba, muy cerca de la avenida y a la vista de todos. El hombre parecía un muerto, o alguien que está a punto de morir.
El hombre estaba descalzo, y pensé primero que era un borracho, algo tan común en Cuba, que había sido despojado de sus zapatos y, al menos en apariencia, también de la vida. Mi perro fue hacia el hombre que yo creía muerto, y al que nadie le prestaba la más mínima atención. Mi perro me haló y yo lo seguí, me acerqué al “muerto” y supe entonces que podía ser un moribundo, pero no un muerto. El hombre respiraba y abrió los ojos cuando sintió el olfateo del perro, mis recriminaciones al animal. El hombre abrió los ojos y miró al perro, a mí, y le pregunté si estaba bien, y él reclamó para que lo dejara descansar, con una voz muy queda…
Unos quince minutos después, ya de regreso del paseo, volví a preguntarle si necesitaba ayuda y le dije que podía llamar una ambulancia, y el exigió que lo dejara solo, y lo complací, pero llamé mucho al 106 sin conseguir respuesta, y volví en la tarde y lo miré otra vez, y también pregunté lo mismo que en la mañana, y tuve otra vez la misma respuesta, y volví a llamar al 106 y volví a tener el silencio por respuesta. Lo mismo sucedió en la noche, cuando fui solo y él no quiso hablar, pero yo sí, al menos con el 106, ese que sirve para las urgencias, pero nadie respondió, ni siquiera el hombre que tenía la apariencia de un moribundo, de alguien que va a morir de un momento a otro.
Y hoy, en la mañana de este día en el que escribo, todavía estaba allí, tirado, ya no sobre la yerba. En la mañana estaba acostado sobre la acera, rodeado de policías que no estaban dispuestos a conversar, aunque les dijera que había estado llamando al 106 y que no tuve respuestas. Solo respondieron a una sola de las tantas preguntas que hice. Yo quería saber qué harían, y ellos que llamarían a una ambulancia; y yo que podría ser muy tarde, y ellos que no podían hacer otra cosa. Y yo insistí para que lo metieran en su auto, y ellos no respondieron; yo bajé la cabeza y seguí caminando con mi perro, porque nunca se me da muy bien la comunicación con la policía.
Así fue que le perdí el rastro al pobre viejo que me hizo llorar. Triste estuve todo el día; por él y también por mí. Así he estado, queriendo saber el destino del extraño moribundo, quizá un alcohólico con una larguísima resaca…, un hombre con la apariencia de la muerte, o al menos con la figura de quien ya no quiere vivir más porque no le gusta la vida que lleva, porque no le gusta la muerte que lo espera y se retarda. Y en la tarde no volví a ver al hombre que es uno de tantos, que es uno más en ese ejército de desamparados anónimos, como suelen ser siempre los abandonados en este país.
Y no dejo aún de pensar en ese hombre, y por eso me siento frente a esta máquina para escribir unas líneas, para desahogarme, para compartir mi desahogo, para quitarme tanto peso de encima y, lo que resulta un poco egoísta de mi parte, dormir un poco más tranquilo, sin culpas. Pero sé que luego volveré a pensarlo, y quizá hasta me encuentro con otro hombre viejo que no quiere vivir más, que no quiere hacer más larga la muerte en vida o la vida en muerte. Quizá me encuentre otro hombre o mujer en riesgo.
Escribo ahora para espantar el dolor que provoca mirar la vejez desamparada de tantos en la isla, para no pensar en la desidia nacional, en nuestros silencios cómplices, aun sabiendo que mañana podría “chocar” con algo parecido; con otro hombre viejo que no quiere seguir viviendo en desamparo, con otro que se tira en un rincón o con alguno que se ahorca, con otra que prefiere morir aplastada por las ruedas de un camión o regala su vida a la bravísimas llamaradas de un fuego que extingue para siempre sus miserias y también su vida.
Y escribo también por ese otro que hace colas y colas en lugar de estar encerrado en casa, descansando, protegiéndose de un bicho que le acosa…, después de tantos años de trabajo, de tanto sacrificio. Escribo estas líneas por ese pobre anciano que miré desamparado y queriendo morir ya para siempre, por el que fue a cortar caña en el setenta y ahora tiene 10 millones de miserias, por el que fue a Angola y desanda las calles “inventando”, y con una pierna de menos, con una pierna que le arrancó una mina sobre la que puso a descansar esa pierna que seguro recuerda mucho, mientras cojea.
Escribo estas líneas por todos esos que hicieron sacrificios y que hoy, en su vejez, se preguntan cuál sería la mejor manera de morir. Escribo por los que quizá no tienen mucho miedo al bicho chino, y también por quienes lo miran como una posibilidad de salvación, de escape, quien lo reconoce como el que, definitivamente, le quitará el peso grande de sus tantísimas desgracias. Aquel pobre viejo, en medio de su angustia, añoraba estar solo en ese momento en el que, sospechaba, entraría definitivamente a la muerte, y yo le eché a perder sus planes de tener una vejez honrada, como escribiera el amigo de Fidel, y que de seguro el viejo veía, únicamente, en su propia muerte.
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