LA HABANA, Cuba.- El castrismo está desesperado. Pese a los amarres dispuestos por Raúl Castro antes de “retirarse” de la jefatura del Partido, los generales necesitan con urgencia que Estados Unidos afloje la mano, porque al interior de la Isla las cosas se están complicando rápidamente. El propio Castro reiteró la “voluntad de mantener un diálogo respetuoso…” para acto seguido declarar que la continuidad del socialismo no es negociable, aunque el enojo de los cubanos exprese lo contrario.
En la calle la cosa está fea. La gente anda desbocada, encarando a las autoridades que han optado por replegarse y dejar todo al garete. La paciencia se agota, crece la desesperación y una palabra o un gesto desafortunado podrían desencadenar la violencia.
Mientras los cubanos se aniquilan en las colas, la brutalidad de la dictadura se concentra en el barrio San Isidro y los alrededores de las casas de periodistas y activistas que acompañan a Luis Manuel Otero Alcántara en su quinto día de huelga de hambre y sed. El reloj marca horas cruciales y el régimen lo sabe. Es necesario que Biden levante algunas de las restricciones impuestas por Donald Trump, pero hasta ahora el demócrata no parece interesado en abordar el tema Cuba.
La propaganda castrista apunta al objetivo y elige mal las palabras. Ahora asegura que el odio no tiene por qué ser irreversible, que “Desde el odio sí se puede regresar”. El bodrio publicado en Cubadebate fue escrito por Carlos Lazo, emigrado cubano radicado en Estados Unidos, que afirma haber regresado del odio gracias a una conversación con su padre. Lo que no explica es cómo el padre de un desafecto logró conseguir (así no más) una visa para ir a visitarlo a Estados Unidos en pleno Período Especial, y luego regresar a la prisión de Fidel Castro sin mayores consecuencias. Tampoco explica cómo él, gusano desde la adolescencia según sus propias palabras y habiendo cumplido condena en Cuba por intento de salida ilegal, terminó publicando en un medio oficialista.
Fue diligente el compañero Lazo para acusar de “odiadores” a quienes apoyan el embargo, pero se abstuvo de cualquier comentario sobre los panfletos cargados de rencor y hostilidad con que la prensa estatal bombardeó a los cubanos tras el discurso de Barack Obama ante la sociedad civil, en marzo de 2016. Era evidente entonces, y sigue siéndolo hoy, que la antipatía es más fuerte del lado de acá.
La cantaleta del bloqueo se ha puesto vieja, y teniendo en cuenta lo que ocurre ahora mismo en Cuba sería imprudente levantar las sanciones impuestas por Trump. El castrismo, aunque peligroso, está muy débil. Ha demostrado que no merece un voto de confianza por parte de sus acreedores, ni de los demócratas entusiastas que creen que con intercambio cultural van a quebrar la resistencia del generalato a que Cuba sea un estado de derecho. Las condiciones para el derrumbe definitivo están creadas: economía al borde del default; situación epidemiológica complicada por culpa de la autosuficiencia y estupidez de un gobierno que no puede garantizar siquiera la producción de huevos; descontento popular a niveles alarmantes y ataques contra la sociedad civil que no dejan dudas sobre lo que cabría esperar de Díaz-Canel y comparsa si obtienen una inyección de capital.
Incluso desde el punto de vista geopolítico sería una torpeza revertir las medidas. Si ahora mismo, raspando el fondo de la alcancía, la dictadura insiste en gastar lo poco que tiene en reprimir a opositores pacíficos como si fueran miembros de Al-Qaeda, con millones a su disposición fortalecería más al Ministerio del Interior y retomaría su estrategia sigilosa de expansión ideológica para minar las frágiles democracias de la región.
Sería arriesgado volver a un entendimiento con el régimen sin que primero se hayan dado pasos concretos en materia de derechos civiles, sobre todo el respeto a la pluralidad política.
Es cierto que el pueblo cubano tiene la gran responsabilidad de tomar las riendas de su futuro y hacerse escuchar. Pero también es cierto que está solo frente a un poder terrible, dueño absoluto de las armas, las leyes y los medios de comunicación. No es posible la lucha pacífica ni el diálogo con una contraparte que recurre al golpe, la ofensa y las calumnias; por eso Luis Manuel Otero ha decidido morir. Si una cuadrilla de odiadores pudo entrar impunemente a su casa, robarse sus obras de arte y romperlas delante de todos, un sicario del régimen puede entrar también cualquier día y matarlo. Es preferible morir con dignidad.
El odio sigue siendo cosa de Cuba, donde por seis décadas han gobernado esclavistas de nuevo tipo; políticos ambiciosos, tramposos y destructivos. Paradójicamente, pese a ser enemigos declarados de las libertades individuales, y como si no bastara con su extenso récord de injerencias y estafas, han logrado que gobiernos democráticos los protejan y traten con condescendencia.
A estas alturas la ingenuidad no cuela. La dictadura cubana ha suavizado el tono porque no tiene donde caerse muerta; pero sigue haciendo cosas terribles contra su propio pueblo, en nombre de una revolución que no existe. Quienes creen que el castrismo no puede llegar más lejos, pecan por falta de imaginación; un error que en política suele pagarse caro.
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