MIAMI, Estados Unidos.- Navegando por Internet me encuentro la película reciente de un gran director húngaro que siempre admiré en Cuba porque fue de aquellos creadores del cine llamado a revelar el enfrentamiento y valor del individuo contra el aparato represor y doctrinal totalitario, primero de signo nazi y luego comunista.
Su nombre es István Szabó, tiene ahora 83 años, y obtuvo el Oscar en 1981 por la impactante película Mefisto, con la cual inició una suerte de trilogía histórica informal protagonizada por el notable actor austriaco Klaus Maria Brandauer.
Su película más reciente aparece en inglés como The Final Report y en España fue estrenada bajo el título de El médico de Budapest.
Otra vez Szabó confía en su actor fetiche Brandauer para contar la historia de un prestigioso cardiólogo en la capital de Hungría quien es impelido a retirarse por el cierre del hospital donde se ha desempeñado, con éxito, durante años. El galeno es amante de la música clásica y está casado con una distinguida cantante de ópera.
A propósito de la jubilación, el doctor visita a su madre, en el pueblo donde nació, sabe que han estado sin médico durante un año y se alista para ofrecer sus servicios. Tan pronto establece la oficina, sin embargo, las intrigas pueblerinas no se hacen esperar.
La enfermera que le asignan resulta ser una ex novia de juventud, la maestra del coro escolar es la atractiva viuda que arrastra chismes de amores prohibidos y el alcalde un funcionario joven y oportunista que no admite criticas a su proyecto de hacer un balneario de aguas medicinales en el pueblo, sin que se haya demostrado su efectividad científica. Todas estas circunstancias lo envuelven a su pesar.
Como tantos otros directores produciendo obras valiosas en el llamado socialismo real europeo, sujetos a burdas censuras, Szabó se las arregló durante aquellos años duros para dilucidar los males de la represión comunista y fascista, explorando capítulos de la historia húngara con similares arbitrariedades. En el fondo, esta filmografía, hoy considerada clásica, es todo un reclamo de libertad y democracia.
En Cuba tal fenómeno ocurrió, a duras penas, porque quienes primero exploraron dichas posibilidades conceptuales y estéticas debieron exiliarse temprano, y los que permanecieron bajo el mando ideológico del Instituto de Cine (ICAIC) generalmente cedieron a la presión y presentaron filmes con amañado sentido crítico de los desatinos castristas, pero con la intención manifiesta de que, a la larga, podían ser enmendados, rectificados. La revolución merecía ser salvada de burócratas y otros funcionarios intermedios que no entendían de su supuesta grandeza.
Irónicamente, en el año 2006 una revista húngara acusó a István Szabó de colaborador con la policía política de su país. Según la investigación, perjudicó a colegas tan notables como Miklós Jancsó, entre otros. Szabó se defendió argumentando que lo había hecho para que artistas en peligro no sufrieran daños mayores. El drama de su película Mefisto, alcanzaba, en tal caso, ribetes autobiográficos.
Al parecer la denuncia no tuvo mayores consecuencias porque las víctimas ya habían muerto o las que aún vivían no consideraron que fuera necesario incriminar al director por algo que muchas otras personalidades de la cultura se habían visto en la necesidad de hacer para sobrevivir.
En el ICAIC no sólo hubo directores y artistas en componenda con el régimen, sino que algunos se alistaron para trabajar con la Seguridad del Estado como delatores honorarios.
Si los mismos subsisten, en el futuro deberán afrontar las consecuencias de sus actos cuando salgan a relucir las acusaciones, porque actualmente muchos de ellos se mantienen en silencio y expectantes de la volátil situación nacional y no se atreven ni a encontrarse con su antiguo colega Rolando Díaz, quien ha permanecido en la isla luego de desafiar públicamente a la dictadura.
La película reciente de Szabó retoma su preocupación por las consecuencias del pasado en la actualidad húngara.
A todas luces hay una nueva clase política, como la que representa el alcalde del pueblo, capaz de desvirtuar la verdad y embrollar al doctor en una trama que lo deshonre ante la comunidad para anularlo como antagonista de sus planes urbanísticos sin fundamento.
Parece el modus operandi heredado de la ya distante dictadura comunista, donde el médico fuera apresado sin explicaciones durante sus años estudiantiles.
Cuando la isla sea libre, el cine cubano merece películas tan sutiles y sugerentes como The Final Report, porque reflexionan sobre la rémora totalitaria que puede seguir menoscabando las jóvenes democracias y resulta necesario sacudirla del ADN para que la libertad vuelva a ser una tradición necesaria.
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