LA HABANA, Cuba. – Supe la noticia pocos minutos después de que Claudia Genlui, novia de Luis Manuel, la publicara en Facebook. Mi primera reacción fue de incredulidad. ¿Será verdad? Me lo pregunté varias veces mientras leía el post, un aviso a todo color, y la razón por la cual no lo creía es que más allá de la alegría que significa saber a Luis Manuel libre y a salvo entre los suyos, su libertad supone un fracaso estrepitoso de la política represiva aplicada por el régimen cubano a la sociedad civil independiente en la persona de periodistas, activistas y opositores.
Un fracaso que, al hacerse público, tuvo encima miles de ojos, no sin antes poner en vergonzosa evidencia, una vez más, la catadura de los dirigentes de la cultura, artistas institucionalizados y periodistas normados. Condenar el arresto arbitrario del joven se convirtió en una causa impulsada por cubanos dentro y fuera de la Isla; algo que el régimen, acostumbrado a actuar con total impunidad, no se esperaba.
La maquinaria entró en pánico ante los pronunciamientos de prestigiosos académicos, artistas visuales, teóricos de la cultura, amigos y ciudadanos. La farsa para encerrar a Luis Manuel fue desmontada desde el arte y desde la ley, obligando al desgobierno a elegir entre mantener su proyección dictatorial ante el mundo, u optar por un aparente repliegue. Digo “aparente” porque el régimen cubano es rencoroso y no sería extraño que las causas contra el joven permanecieran archivadas, tal vez con la intención de volver a la carga en un contexto menos frágil que el actual.
Es cierto que la liberación del artivista constituye una victoria sin precedentes, pero también es probable que haya respondido a una exigencia “coyuntural”, motivada por la situación que atraviesa el país y que cada día pone más a descubierto el origen político de su disfuncionalidad. Al régimen no le convenía condenar a Luis Manuel Otero en medio de la cadena de protestas ciudadanas a causa de penurias que van en aumento. No era prudente revolver la ira de la sociedad civil y enlodarse aún más ante la opinión internacional mientras el coronavirus llegaba a territorio cubano, elevando al máximo el estrés de todos.
El propio artista admitió que lo liberaron en son de “aquí no ha pasado nada”, para que el incidente fuera olvidado, acallar la turbulencia mediática y dejar que la represión siga ensañándose con otros inocentes que no tienen tras de sí el apoyo que acompañó a Luis Manuel. Ahí está Roberto Quiñones para demostrarlo, cumpliendo un año de condena en la Prisión Provincial de Guantánamo por intentar cubrir el juicio a un matrimonio de padres religiosos que decidió educar a sus hijos en casa.
Algunos dirán que el caso de Quiñones es distinto al de Luis Manuel; pero al final se trata de lo mismo: libertad -o la falta de ella- para producir arte, escoger la educación de los hijos o reportar sobre hechos que la prensa oficial omite con toda intención. A Quiñones, que tiene 60 años, lo golpeó salvajemente un policía dentro de un carro patrullero mientras estaba esposado. Siendo un hombre justo, pacífico y respetado en su comunidad, pasa los días en condiciones infrahumanas que no ha dejado de denunciar pese a la presión de sus verdugos para que no escriba.
Otros hombres y mujeres decentes han entrado a las cárceles solo por oponerse al régimen, y han permanecido allí no trece días, sino años. Con ellos Luis Manuel comparte el amor por Cuba, la constante denuncia al sistema y las ansias de libertad. Aunque se empeñen en diferenciar sus casos alegando que “no es lo mismo ser artista independiente que periodista o disidente”, a todos los persigue, maltrata y encierra la Seguridad del Estado.
Una lógica similar esgrimen quienes consideran que para desterrar definitivamente la censura de la cultura cubana basta cambiar a quienes la dirigen, como si por encima de ellos no estuviese el mismo poder sordo y ciego cuyas políticas draconianas han destruido también la educación, la economía, el deporte, la salud. Es necio querer arrancar la rama dañada e ignorar el tronco enfermo.
Hubiese sido grandioso que la solidaridad que acompañó a Luis Manuel se extendiera también a Roberto Quiñones, porque ese hombre inocente ha afrontado durante seis largos meses la angustia que sufrió el artivista por trece días, aunque tuviera el consuelo de saber que no estaba solo, que aquí afuera mucho mundo gritaba su nombre. Quiñones no ha tenido ese respaldo, quizás porque no es habanero ni artista, ni es joven y hermoso, ni tiene swing.
Tal vez los artistas e intelectuales entienden que solo vale la pena levantarse por los suyos; pero ahora mismo Cuba necesita más que eso, porque cuando el poder en sus últimos estertores muestre toda su crueldad, un gremio no será suficiente para detenerlo. Pienso incluso que faltaron rostros y nombres en esa ola de solidaridad hacia Luis Manuel Otero. Eché de menos la firma de creadores que se han visto obligados a defender ferozmente su propia obra contestaría ante los comisarios de la cultura. Me decepcionó no escuchar el pronunciamiento de algunos cubanos negros, nacidos en barrios humildes, que hoy son la gloria de la nación pero han olvidado que en su escalada también sufrieron incomprensión, discriminación y menosprecio.
Esos silencios dicen del país que somos tanto como el post fascistoide “yo prefiero una Cuba sin Alcántara”, acuñado por dirigentes de la cultura y su cohorte de aduladores. La liberación de Luis Manuel Otero quedará como un hecho aislado mientras Cuba sea dirigida por gente torpe y llena de odio; gente dispuesta a chocar constantemente con el arte joven y cercenar sus aspiraciones solo para que el gran poder no se sienta sacudido. Por eso me pregunto, sin dejar de celebrar el triunfo de un cubano libre, qué sigue ahora.
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