LA HABANA, Cuba. – El lunes fuimos cuatro las mujeres castigadas al mismo tiempo: Kirenia Yalit, dos policías y yo. Tras arrestarme, a mí me llevaron en una patrulla junto a las dos uniformadas. Luego, a las tres, nos sentaron en el mismo cuarto de “Atención a la población” de la unidad policial de Zapata y C, a la espera de órdenes de los superiores. Las órdenes de un hombre que se negó a identificarse todo el tiempo, pero que era definitivamente quien tenía el poder de reprimirnos, fueron tan severas para mí como para ellas.
“Siéntate ahí”, me dijo a mí y automáticamente se viró hacia ellas: “Y ustedes, ahí”, es decir, en un sofá de dos piezas que había en un habitación demasiado estrecha, donde ellas y yo nos rozábamos los pies. Yo no podía pararme, pero ellas tampoco. Mientras, el que no quiso identificarse salió a conversar animadamente con otra mujer, entró y tomó agua, salió nuevamente a coger aire y nosotras ahí sentadas sin nada más que mirarnos porque esta vez decidí hacer un voto de silencio.
Mi detención duró aproximadamente una hora, pero el mal rato de ellas duró casi 12 horas de vigilancia en una esquina donde mean perros y gatos, la gente hace cola para la bodega y la COVID-19 debe estar campeando a sus anchas.
Cuando Kirenia Yalit salió al mediodía de nuestra casa ya hacía horas que estaban allí. El hombre la llamó a voz en cuello como si la conociera; ellas corrieron detrás para detenerla en la otra esquina, dispuestas a dar golpes, mientras yo las filmaba.
“Había una más agresiva de la otra. La negra era la más grosera, la que me quería arrebatar el teléfono, la que estaba dispuesta a golpearme si se lo permitía; mientras, la otra, la rubia, me estudiaba”, contó Kirenia después de más de cinco horas de detención en la estación de policías de Infanta y Manglar, donde supo que también estaba detenido el reportero Esteban Rodríguez.
“Me entró tremenda alegría de ver a Kirenia”, me contó Esteban en un mensaje de voz varios días después de la detención, y sé que no es una alegría malsana, sino la de no sentirse solo en la batalla. “Las policías le preguntaban al seguroso: ‘¿Actuamos bien? ¿Lo hicimos bien?’”, recuerda. También cree que las dos uniformadas no estaban muy acostumbradas a vigilar o acosar a otras mujeres, aun cuando estuvieran tan dispuestas.
La percepción de Esteban me responde un par de preguntas que me hice cuando tuve tiempo de observar a aquellas mujeres.
Eran muy pobres. Una de ellas padecía una alopecia que no podía ser disimulada por el moño de pelo postizo que tenía amarrado ni por el pañuelo que tenía a modo de cintillo. Entre mechón y mechón de pelo se le podía ver el cráneo, pero lo más impresionante eran sus cejas tatuadas de un color rojizo. La segunda, rubia oxigenada, parecía que sufría lo mismo que el resto de las cubanas: la falta de champú y el tratamiento adecuado para el cabello después de sufrir con el peróxido. Ninguna de las dos lucía bien, y ninguna de las dos, tampoco, fue grosera conmigo.
Yo sentí pena por ellas: cada vez que el que no se identificó entraba a la habitación a controlarnos, sus rostros mostraban más incomodidad que el mío.
“Estaban como en shock”, concluyó Esteban tras su observación. “Es como si esperaran una confrontación más fuerte”.
Creo que las predisponen con las mujeres activistas, se aprovechan de su ignorancia y las echan a fajar como si todas fuéramos perras y tuviéramos que dar el espectáculo.
Esteban también escuchó que debían regresar a mantener el operativo porque “solo había salido una”, o sea, debían detenerme a mí también si salía de la casa.
Para Kirenia fueron cinco horas de encierro en una habitación de la estación del Cerro, donde recibió como única amenaza la posibilidad de dejarla sin pulóver todo el día. Curiosamente, una de las represoras fue quien llamó a la cordura: “¿Y la dejamos desnuda?”, escuchó Kirenia y luego no se habló más del tema.
A Esteban lo dejaron ir con la condición de que no regresara a su casa. A mí me detuvieron un par de horas más tarde, cuando vi que la detención de Kirenia duraba más de lo acostumbrado. Las mismas mujeres, pero más cansadas, aleccionadas quizás con la actitud pacífica pero firme de Kirenia, no intentaron golpearme y, cuando dije que no me condujeran por el brazo, no hicieron fuerza.
Yo subí la escalinata de la estación con dignidad porque estoy segura que no soy una delincuente: informar no es delito y a eso es a lo que me dedico. Ellas, no sé, no miré para atrás. Estoy segura de que algo de vergüenza sentían, la vergüenza que se siente cuando se descubre que se ha sido engañada, manipulada. A mí no me sostenían la mirada. Y no las justifico, pero no creo que estas mujeres hayan estado en condiciones de decir que no cuando les propusieron acosar a otras mujeres. No me parecieron más libres que yo ni que Kirenia ni que Carolina ni que Camila ni que Afrika ni que ninguna de nosotras.
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