LA HABANA, Cuba. – En Camagüey, un criador de cerdos independiente compra con su propio dinero mil sacos de maíz a varios campesinos del territorio, es decir, a esos mismos que las empresas estatales estafan o pagan muy mal las producciones, pero el resultado que pudiera ser considerado como un modo de aliviar al Estado, históricamente hundido en deudas con los productores y las cooperativas, no es elogiado por el régimen sino todo lo contrario.
No importa cuánto haya contribuido durante años a las economías familiares, y en consecuencia al relativo bienestar de los trabajadores rurales de la zona, el gobierno ordenó desplegar un operativo policial que no solo desmanteló la pequeña empresa local sino que acusó de ladrón y oportunista, en plena televisión nacional, a quien apenas era un emprendedor, y no el “Rey del Maíz” como ridículamente algunos medios de prensa han nombrado a esta persona por poseer mil sacos de granos que no robó a nadie sino que compró con el dinero que gana por su producción de cerdos, más otras gestiones derivadas de la actividad.
No hace siquiera una semana también fue televisado otro de los abusos policiales (no hay otro modo de nombrarlos) que se han puesto de moda como estrategia intimidatoria contra una población que cada día se libra de los miedos y estalla públicamente con furia nunca antes vista.
En la arremetida, esa vez contra unos “cuentapropistas” en Pinar del Río, fueron decomisados, bajo acusación de “acaparamiento” y “actividad económica ilícita” unas pocas cajas de ron, refresco y cigarros —comprados en la red estatal de comercio, y a precio minorista—, además de 3 mil pesos cubanos, o sea, el equivalente a unos 120 dólares, una cifra ridícula en cualquier lugar del universo menos en Cuba donde tal cantidad ocupa incluso lugar de relevancia en los reportes periodísticos, como si se tratara de un atraco a las bóvedas de la Reserva Federal en los Estados Unidos. Pero tengamos en cuenta que no se trataba de dinero robado sino de la recaudación de una actividad comercial.
Cuando al hablar de mil sacos de maíz en el almacén de un criador de cerdos y de cien dólares decomisados se pretende provocar animadversión contra los emprendedores, acusándolos subliminalmente de ser la causa de la pobreza en que vivimos, no solo estamos ante un acto de circo ridículo, sino que pudiéramos observar y palpar directamente cuán miserable ha llegado a ser no solo nuestro escenario cotidiano sino, además, las relaciones entre los actores que nos movemos en él.
Solo una mentalidad maltrecha puede generar algo así de perverso. Hagamos el ejercicio de imaginar una situación similar en cualquier otro país que no sea Cuba para darnos cuenta de inmediato de lo absurdo de muchos de esos operativos policiales y juicios televisados, incluso de los comentarios a favor suscitados entre quienes aceptan pasivamente que el criador de cerdos es un bandido, que casi siempre coinciden con los mismos que piensan que antes de la pandemia vivíamos en un “país normal”.
El criador de cerdos compró y almacenó granos como lo hubiera hecho cualquier porquerizo que piensa en garantizar el alimento de sus animales. En Cuba no solo el maíz se cosecha exclusivamente unas pocas semanas en el año sino que es imposible adquirirlo en las empresas estatales, un modo de boicotear a los criadores privados que, para recibir legalmente el alimento que usan en sus granjas, deben aceptar un contrato con el Estado donde el margen de ganancia para el criador es mínimo, sin contar que pocas veces reciben las cuotas de pienso pactadas.
El Estado no solo monopoliza la comercialización, distribución, importación y cultivo a gran escala del maíz sino que todo eso lo hace muy mal, tanto así que ese plato de harina hervida con agua y sal que jamás faltó en la mesa del pobre antes de 1959 hoy es casi un lujo comerlo.
No hay harina en Cuba no porque el emprendedor de Camagüey nos haya privado del maíz para dárselo a los cerdos, sino porque el gobierno insiste en comprar el maíz a precios abusivos y continúa demorándose años en pagar. Al campesino no le queda otra opción que venderlo a quien paga mejor, además de producir solo las cantidades que le han sido contratadas de antemano y a un precio que se ajusta a la realidad, aunque la acción sea ilegal.
A fin de cuentas —y es lo que está en la mente de quienes conocemos el contexto por sufrirlo más que por vivirlo— en Cuba absolutamente todos, incluidos quienes “cortan el bacalao”, vivimos en y de la ilegalidad, siendo esta como una materia informe, etérea, pero a la vez maloliente, que cada cual moldea a su antojo.
Generalizo sin temor a pecar de absoluto porque los ejemplos sobran. Quienes han escrito la ley en la isla el último medio siglo han sido los primeros en violarla sistemáticamente bajo la práctica “revolucionaria” de “con todos, pero para el bien de unos pocos”.
Así, son ilegales las apuestas y peleas de gallos excepto cuando son auspiciadas en la finca de un “comandante histórico” que ha hecho de la “tarea encomendada” por el Partido Comunista una próspera empresa familiar. También es ilegal el nepotismo en las empresas estatales pero las familias en el poder extienden y reproducen constantemente una poderosa red de influencia en la estructura política de la nación, monopolizándola, y volviendo imposible cualquier cambio económico que suponga la más mínima pérdida de control.
La experiencia individual, cuando prospera y se organiza, se convierte al mismo tiempo, incluso sin proponérselo, en el opuesto de aquello que busca el dominio total sin medir las consecuencias.
De ahí que los ataques al “sector privado”, disfrazados de acciones contra la corrupción y el acaparamiento, se hayan vuelto constantes y hayan subido de tono ahora, en medio de la situación de crisis más preocupante para la estabilidad del Partido Comunista en el poder desde la caída del muro de Berlín.
No solo han señalado desde siempre a lo privado como enemigo de la “revolución” sino que posiblemente hayan acudido al empobrecimiento general como estrategia de dominio.
Recordemos que fue contra los campesinos y el libre mercado la guerra desatada en Cuba a mediados y finales de los años 80, a pesar de que fue una época, breve, de considerable incremento de las producciones agrícolas. Pero la experiencia, que estaba resultando positiva para la economía, al mismo tiempo amenazaba el dominio político absoluto del Partido Comunista que de inmediato dio un timonazo de vuelta al más rancio oscurantismo ideológico.
De lo que estaba ocurriendo paralelamente por debajo de la mesa supimos al rato con los juicios sumarísimos de 1989 y 1990, donde descubrimos que aquellos “campesinos enriquecidos” por el libre mercado, acusados de “acaparadores” y “ladrones”, incluso ridiculizados hasta el cansancio en la prensa oficialista, eran apenas “niños de teta” comparados con tanto general y ministro corruptos, vinculados a los cárteles del narcotráfico y al gran comercio internacional desde paraísos fiscales.
Pensando en la ridiculez y regularidad de tales enfrentamientos a las ilegalidades, en su coincidencia con los momentos más críticos dentro de la crisis interminable del socialismo a la cubana, me pregunto entonces ¿qué pudieran ser esos cien dólares arrebatados a un trabajador privado y los sacos de maíz decomisados sino un acto de prestidigitación que pretende desviar la atención de algo más “interesante” que pudiera estar ocurriendo ahora mismo, incluso a la vista de todos? Pero en asuntos de espectáculo nuestros ojos, en la lejanía y con telón negro de fondo, apenas ven lo que el mago quiere que veamos.
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