LA HABANA, Cuba.- Me encantan los perros y son varios los que hasta hoy tuve, pero ahora recuerdo, ya entenderán por qué, a Dana, una Cocker Spaniel negra a la que adoré, y quien era acosada constantemente por pulgas y garrapatas. Recuerdo su sufrimiento y también el mío. Recuerdo a la vecina que recomendó al fumigador y me dio sus señas. Un hombre joven y solícito tocó a la puerta, y subió cargando sobre el hombro su mochila de fumigación. El resultado fue excelente y se lo hice saber.
Entonces descubrí el delirio. Aquel hombre de tan humilde apariencia, empedernido batallador contra pulgas y garrapatas, levantó la frente, empinó el pecho, habló. Sin una gota de rubor me contó que acababa de regresar de Buenos Aires, ciudad a la que había viajado con la encomienda de sanear el Teatro Colón, asaltado por una cruzada de chinches. ¡Un fumigador cubano en el “Colón”! No lo podía creer, pero callé, para que hablara más.
Creí absurdo que un humilde cubano de Luyanó, “trabajador por cuenta propia”, sin una empresa, sin recursos, sin estrategias de promoción, fuera convocado a poner fin a una invasión de chinches en uno de los mejores teatros de ópera del mundo. Aquel hombre pretendía que yo le creyera la historia de aquel contrato que le hicieron para sanear un teatro que puede compararse, sin temor a equívocos, con La Scala de Milán y con La Ópera de Viena. Un cubano de ahora fumigando un escenario en el que cantaron Caruso, María Callas y Plácido Domingo; el mismo escenario que sintió el andar en puntas de Anna Pavlova y Maia Plisétskaya, la danza de Julio Bocca, Nuréyev, Maurice Béjart.
Él se empeñaba en los detalles, y yo volví a verme boquiabierto en esa sala de butacas del Colón, guiado por la mano de mi amiga Claribel Terré, mi mejor guía porteña. Él hablaba, y yo lo imaginaba hurgando en las bellísimas arañas del techo, en las piezas de oro, en la tapicería toda…, haciendo por encontrar algún vestigio de esos bichos. Yo estuve en silencio y escuchando, e imaginé como el hombre levantaba los bustos de Mozart, Beethoven, Wagner, sospechando que debajo de ellos podía aparecer una gran cría, y entonces fumigar.
Nunca le dije lo que pensaba, y creo que hice bien. Y es que este hombre soñaba con el éxito en un país donde el triunfo resulta muy difícil. Ese hombre, mucho más joven que yo, se imaginaba una vida, y no le quedaba otro remedio que vivir en sus mentiras. Y no lo culpo porque él nació en un país donde los delirios son comunes, donde las mentiras se “agolpan unas a otras”.
El deseo de bienestar, de nobles conquistas, siempre tuvo asiento en nuestras cabezas pero no en la realidad, y por eso aparecía el delirio, la mentira. Con once años fui separado de mi familia para estudiar. Por esos días, lo que jamás cesó, crecía el éxodo de cubanos a los Estados Unidos, y recuerdo muy bien como al regreso del pase comentábamos del fin de semana y confrontábamos nuestras listas de la “Escala de éxitos musicales de la WYBS de Miami”, y también como otros relataban las conversaciones con sus parientes en el “yuma”, y yo, que siempre fui observador y buen escucha, notaba como muchos de mis condiscípulos aludían al matrimonio de sus primas en Miami.
Con el paso de los años me parecen graciosas las observaciones de aquel niño de once años que fui. Resulta que muchos de mis compañeros relataban las bodas de sus parientes con el hombre más rico de Miami, y las bondades de las casas a las que esas primas se mudaban. “¿Cuántas mujeres cubanas tendrá ese hombre tan rico de Miami?”, así me preguntaba entonces, solo que ya tengo la verdadera respuesta. Y es que la miseria, la escasez, lleva al delirio, a reinventar la familia, el país, el mundo.
Y eso hemos hecho los cubanos durante los últimos sesenta años, inventarnos otra vida, poner la cabeza en la almohada y fantasear, creer que al levantarnos encontraremos otra vida mejor, en la que puede que hasta se encuentre sal en la bodega, y nótese que no escribo leche, digo sal, en un país rodeado de mar por todas partes, y con muchos muertos en sus profundidades, que antes fueron vivos y añoraron tener un millonario al lado, o sencillamente sal para el adobo.
Nuestros delirios, nuestras obsesiones, tienen sus antecedentes en la historia más reciente. Y ahí está el gobierno perorando, prometiendo la zafra más grande de la historia, la que haría que el azúcar dejara de estar racionada…, lo que jamás sucedió. Y ahí está el gobierno, prometiendo grandes producciones de leche, y está Ubre Blanca, y están los cientos de miles de gallinas ponedoras de la televisión y de la prensa. Ahí están los discursos, y está el pueblo “más culto” tras una alfabetización de delirio. Y están los “éxitos” deportivos, y los miles de consultorios médicos vacíos, y los miles de médicos por el mundo…
Este es hoy un país de delirios mayúsculos que provocó un gobierno místico, trastornado, delirante, y por eso no me importa que alguien suponga que consiguió sanear el teatro Colón de Buenos Aires tras una inmensa plaga de chinches, ni que cientos de cubanas estén casadas con el hombre más rico de Miami. Los cubanos no tienen culpa de vivir en la irrealidad, porque es esa irrealidad la que los salva. Los cubanos son salvados por el desmesurado volumen de la música que escuchan porque ese ruido les aparta de la verdad, los enajena. A los cubanos los salva la mentira, sobre todo cuando dicen que creen en la “revolución”.