LA HABANA, Cuba. – Los santaclareños dijeron “basta ya” y salieron a las calles en una protesta masiva, mucho más nutrida (quién lo diría) que los petates por agua potable que se han producido últimamente en municipios de La Habana. El motivo del suceso fueron las nuevas regulaciones impuestas por la dictadura a los trabajadores de La Candonga, plaza comercial del sector privado donde se puede comprar casi todo, aunque a precios poco atractivos considerando el salario promedio de los cubanos, que sigue sin ser suficiente pese al aumento del año pasado.
En una audaz movida contra los cuentapropistas que sobreviven al borde de la asfixia económica, el régimen les ha prohibido vender artículos que no sean confeccionados por ellos. La medida no tiene otro objetivo que cerrar La Candonga, donde se comercializan mayormente las mercancías traídas por las mulas para garantizar un surtido permanente de ropa, calzado, artículos de belleza y muchos otros productos imposibles de hallar en la red estatal de tiendas recaudadoras de divisas (TRD).
La buena salud del negocio, alcanzada no sin desvelos ni privaciones por parte de los emprendedores, molestaba constantemente a los envidiosos comisarios del Partido Comunista provincial, una partida de gordos que solo sirven para decir “no” y robarle al Estado combustible, alimentos o cualquier cosa que se pueda consumir o vender. Es comprensible que les moleste el progreso de otro, un malestar incrustado en los niveles bajo y medio del poder político en Cuba.
Después de muchos intentos por desaparecer La Candonga mediante el aumento de los impuestos, el envío de inspectores corruptos o malintencionados y la apertura de tiendas en dólares para frenar la gestión económica del sector privado, la dictadura se atrevió a dar el golpe decisivo. El tiro, sin embargo, le salió por la culata, y es muy probable que más de un burócrata haya entrado en pánico al ver aquella multitud de ciudadanos descontentos en la sede provincial del Partido Comunista de Cuba.
Tan intratables estaban los demandantes que no quisieron aceptar la invitación de entrar al edificio del gobierno para conversar. Sin “susurros” ni tapujos, alguien conminó al funcionario a que hablara para todos los presentes, y había que ver las caras de aquellos muñecones con sus panzonas, sus ojos hundidos, su sedentarismo asqueroso, y el miedo coño, qué miedo si esta gente arma un sal pa’ afuera aquí mismo y empiezan a gritar ¡Abajo Díaz-Canel!
Pero nada de eso ocurrió porque los vendedores no estaban allí por cuestiones políticas, como ya están echando a rodar desde el oficialismo, alegando que la protesta fue preparada por disidentes de Santa Clara. Aquella ola de reclamantes eran en su mayoría mujeres, el segmento más sacrificado de la sociedad. Si los alcahuetes castristas pudieran extrapolar su pensamiento de corralito y preguntarse cómo se las arreglan las madres en esta grave crisis, no se les hubiera ocurrido relacionar una espontánea protesta de trabajadores con una revuelta opositora, que por lo general es intervenida antes de materializarse, y no suele arrastrar multitudes.
El régimen se sigue acogiendo a la misma coartada: embargo, contrarrevolución interna y financiamiento de la CIA, la trifecta de engaño político más duradera del hemisferio occidental. Pero los cubanos ya no caen en el gazapo. Quieren prosperidad, respeto, legalidad y libre mercado. Es abusivo que mientras suben los precios, el transporte desaparece y la carestía llega a cada rincón del país, los comisarios decidan lo que cada quien puede o no vender, como si en Cuba no hiciera falta de todo.
Algunas personas han denunciado en las redes sociales que en La Candonga venden medicinas muy solicitadas por la población hasta tres veces su precio original. Es lamentable que semejante rapiña aplique entre cubanos; pero la culpa no es del cuentapropista, sino de la incapacidad congénita del socialismo para planificar, producir, comercializar y exportar con éxito.
El pueblo que trabaja y paga patente no puede ser perjudicado sin miramientos. La dictadura sabe que el dominó está a punto de trancarse; pero en vez de buscar consenso hunde el pie en la represión y el voluntarismo, creyéndose impune para atropellar a los ciudadanos como ocurría antes de la llegada de Internet, cuando nadie se enteraba de nada. Ahora las cosas han cambiado, y los cuadros políticos se han quedado atrás en todos los sentidos.
Por el momento La Candonga sigue vendiendo lo de siempre, y la dictadura tendrá que aceptarlo porque con el sustento de las familias no se juega. Si semejante protesta ocurrió en Santa Clara, ciudad que se ha ganado su fama de “roja intensa”, podría ser mucho peor en otras capitales de provincia ideológicamente deslavadas. Que se atrevan a intentarlo de nuevo los jenízaros del PCC y no hará falta la UNPACU, ni la prensa independiente, ni el supuesto dinero que aporta la CIA para que esta farsa acabe de caer.
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