LA HABANA, Cuba.- No es nuevo, ni mucho menos, sino un procedimiento que el castrismo utiliza en momentos críticos, pero últimamente hemos visto una intensificación del descenso de los más altos jefes a la “base”. Miembros de la nomenclatura —desde Esteban Lazo hasta el Presidente del Consejo de Estado, Miguel Díaz-Canel, pasando por los Vicepresidentes José Ramón Machado Ventura, Salvador Valdés Mesa y Ramiro Valdés—, aparecen constantemente en empresas, fábricas y otros lugares.
Dicen que lo hacen, sobre todo, “porque así actuaba Fidel”, que ese era uno de sus métodos más efectivos, y que bajan al encuentro con los dirigentes de base, con el pueblo trabajador, para valorar e impulsar los engranajes primarios de la economía socialista. Pero esto último no es la verdadera razón, como tampoco lo es que desconfíen de los funcionarios subordinados.
Si fueran a la base por las evidencias de que allí los dirigentes no trabajan bien y, por tanto, tienen que ir ellos a hacerlo, la primera decisión que tomarían sería la de sustituir a la mayor parte de esos jefes, pues en los centros visitados abundan, siempre, incontables dificultades en la producción y pérdidas y desvío de recursos, entre otros males.
Y si el objetivo fuera, por otra parte, ir a fortalecer en persona esos eslabones primordiales, los jerarcas no se limitarían a acudir a esos lugares para decir cada vez lo mismo: que hay que trabajar más, que “tenemos que lograr cada vez mayor eficiencia”, y en cada sitio repetir lo mismo, aunque no haya ningún incremento o se retroceda a veces hasta niveles de un siglo atrás, como hizo la zafra azucarera.
Podemos ver en las noticias, como acontecimiento de máxima relevancia, que Salvador Valdés Mesa, en una visita, concluye que “hay sembrar más caña, porque para tener más azúcar hay que tener más caña”, o, en otra, que “la miel de abejas tiene buen precio internacional. Así que, con mayor producción de miel, se obtienen mayores ganancias”.
Díaz-Canel, en su eterno peregrinar por reuniones y cafeterías y escuelas, repartiendo las toneladas de frases clichés, besos y abrazos que produce por día, advierte en la televisión, durante una visita a la refinería Ñico López, que “no podemos seguir admitiendo que nos roben ese recurso (el combustible). Eso desmoraliza y es señal de incapacidad de las entidades estatales. De acuerdo con los cálculos, la situación no se ha revertido”.
Puede sonarnos infantil todo eso, o agresivo con nuestra inteligencia; podríamos pensar que ninguno de esos subordinados o productores de base respeta ya a esta nomenclatura tan históricamente autoritaria, o que, a pesar de que ellos den las orientaciones correctas, la gente sigue haciendo lo que le da la gana.
Pero sabemos que ellos saben que la gente cree hacer lo que le da la gana. Eso no importa, porque no es lo que debe cambiar. Lo invariable es el principio sagrado de cambiar todo lo que deba ser cambiado para que todo siga igual. La imprescindible función de esos jefes es seguir tejiendo con un hilo verbal repetitivo esa “cosa” que solo “existe” si se habla de ella, lo mismo Lazo por los 325 años de Matanzas que Díaz-Canel por las obras que celebrarán los 500 años de La Habana.
Hoy, la revolución es solo que Machado Ventura o Ramiro Valdés pisen tierra para decirle a la gente que debe trabajar más, que solo así avanzaremos. ¿Los Viejos de la Montaña bajan a repartir su narcótico, o, dicen, a “palpar el aseguramiento de los incrementos productivos que requiere la agricultura cubana”? El significado de las palabras en la vida práctica no interesa.
Y no es ya un asunto de verdad o mentira, sino de salud mental política. Para mantener el poder, imponen la más tiránica esquizofrenia. Se empieza fingiendo una realidad y se acaba subordinándolo todo a las alucinaciones paranoicas creadas para sostener el aparato “revolucionario”.
Los antiguos hebreos creían que el Verbo estaba en el principio, que la Palabra podía crear la realidad porque era una energía universal, un instrumento de Dios. El castrismo no solo anula la relación de las palabras con la realidad, sino que reduce y bestializa las propias palabras, que no forman una matrix ni una realidad virtual para engañar los sentidos.
Son únicamente una experiencia confinada al nivel de esas palabras que deben seguir reiterándose, porque el día que la nomenclatura deje de pronunciarlas ya no existirá más la “revolución”, esa ficción apuntalada con armas y armada con poquísimas palabras y consignas que, si dejan de ser pronunciadas por ellos, ya no serían repetidas en obediente ritual por los demás.
Y es obvio que ni siquiera te piden que les creas. Dan por sentado que sabes bien que no puedes discutir qué cosa es realidad ni cuáles palabras que hay que repetir No puedes decir que el emperador va desnudo, porque quien va desnudo eres tú —no posees ninguna de las maravillas prometidas—, pero reconocerlo puede ser peor para ti.
Lo que en realidad pienses, ya eso es un asunto tuyo. Tú solo tienes que ayudarlos a ellos a mantener la ficción de la “revolución” repitiendo sus palabras, comportándote como un demente, pues eso es, aunque parezca contradictorio, lo único racional. Porque esas palabras seguirán sonando a sangre y fuego hasta el final. Ya lo dijo Raúl Castro: “Para nosotros, igual que para Venezuela y Nicaragua, está muy claro que se estrecha el cerco”.