LA HABANA, Cuba. – Si me dijeran pide un deseo, como le sucedió al sujeto lírico de una canción de Silvio Rodríguez, me resultaría difícil disponer, y hasta creo no sabría elegir, al menos con premura y en medio de tantas avideces insatisfechas. Si me dijeran pide un deseo tendría que ponerme a pensar, a hurgar, a reconocer las muchas cosas que no tengo y que sería justo conseguir. Si ahora mismo apareciera un Aladino asegurando que mis deseos se convertirán en órdenes que cumplirá solícito, y además veloz, no sabría que responder, y lo más probable es que guarde silencio, un silencio enorme y desolador.
Si me dijeran pide un deseo, después de advertirme que, cualquiera que éste sea, será cumplido con urgencia y sin condiciones, me quedaría aturdido, y lo más natural será que responda diciendo, para seguir en la “trova”, que: “son tantos que se atropellan”. Sin dudas priorizar un deseo en medio de tantas carencias resulta difícil en extremo, y eso nos pasa con muchísima frecuencia a los cubanos. Los cubanos dudamos tanto que se nos vuelve difícil desear. Los cubanos no sabemos decidir porque hemos perdido la costumbre de acariciar un deseo.
Los cubanos no se atreven a hacer públicos esos deseos. Y no debía ser así, porque la mayor verdad es que los habitantes de esta Cuba estamos llenos de apetitos que jamás conseguimos satisfacer, y esas avideces van desde las más primarias e imprescindibles hasta las más extravagantes, esas que por acá tienen apariencias de “imposibles”, al menos para una “mayoritaria mayoría”. Los cubanos sí que deseamos, pero reprimimos los apetitos, las aspiraciones, y es que nuestras “ganas” pueden acarrearnos gravísimos problemas. Nuestros deseos, la gran mayoría, son inconfesables porque pueden ser reprobados, castigados.
Desear una sabrosa comida navideña no basta para conseguirla, y mucho más ahora que suben los precios pero no la solvencia. A los cubanos, como a cualquier otro ciudadano del mundo, nos entusiasman las celebraciones, pero la mayoría de las veces las olvidamos porque el dinero en nuestros bolsillos siempre resulta insuficiente, y si por alguna casualidad creciera el volumen de la billetera puede suceder que crezca, aún más, el desabastecimiento, e incluso los precios.
Cuando le pregunté a Adriana si tenía algún deseo insatisfecho soltó una carcajada. “¿Quién no los tiene?”, me preguntó y yo me encogí de hombros. “Tengo muchos pero no valdría la pena enumerarlos. No resolvería nada”, asegura Adriana, mientras Ramón también advierte los suyos, esos que parecen muy elementales. Él sueña con un salario decoroso y con una despensa bien surtida, mientras Angélica solo imagina un paseo, unas “vacaciones lindas”, y cuando le pregunto cómo serían, dice que le gustaría una casita en una apartada playa para estar con su familia; eso y nada más.
Sin dudas nada tienen de extraordinarios esos deseos. ¿Qué tendría de sorprendente soñar con un viaje que te aleje de un circuito de costas que sofocan, de litorales que oprimen? No hay extravagancia en los deseos cubanos. Lo raro, lo increíble, es la quietud, el silencio, la ausencia de reclamos. Raro, controversial, resulta que los cubanos no exijan al gobierno y que pongan su futuro en manos divinas, que supongan que solo una deidad puede decidir sus futuros. Los cubanos, como los animales, son guiados por el instinto de supervivencia. La supervivencia, una estabilidad mediana, nos satisface, al menos en apariencia.
Nuestro instinto de supervivencia es casi idéntico al que exhiben los animales. Nuestras intuiciones, el miedo al ahogo, nos llevan a insuflar con aire los pulmones, y nada más. Los cubanos no se permiten pensar en una libertad real; acá se sufre, silenciosamente, por las oprobiosas normativas del poder, pero no se reclaman los derechos, no se radicalizan los reclamos. En Cuba todo discurso es un galimatías, una prueba de toda la confusión que nos invade. Los estudios académicos que señalan las ausencias de libertades se tornan tan farragosos que no dicen nada, que nos mantienen en el absurdo y nos dejan más atrás de la colonia.
Nuestros discursos son tan densos, tan pesados, como este que escribo ahora, que no nos llevan a ninguna parte. Hoy mismo muchos cubanos harán sacrificios enormes. Muchos serán los que lleguen de rodillas hasta el templo de San Lázaro y otros arrastrarán una piedra enorme aferrada a sus tobillos. Otras piedras más lacerando las anatomías de unos fieles que sueñan con un cambio en sus vidas, con el fin de un poder atroz, pero solo lo reclamarán a San Lázaro y, lo peor, con más expiaciones. En lugar de hacer demandas a Raúl Castro, a Díaz Canel, muchos son los cubanos que reclamarán al santo, a la imagen del santo.
Muchos volverán confiados a casa. Multitudes supondrán que sus pedidos a San Lázaro serán atendidos, y esperarán una señal del santo sin que a otros la exijan. Y el año próximo se repetirán los mismos encargos. Otra vez llegará la demanda para que se haga cierta la posibilidad del viaje, un matrimonio favorable que también consiga una geografía nueva y muy distante. Hoy el santo comprobará esos sacrificios, algunos de ellos, quizá muchos, con tintes teatrales. Y me preguntó qué pensará San Lázaro de sus devotos. ¿Creerá que somos culpables de nuestras desgracias? ¿Nos creerá pedigüeños y poco sacrificados? ¿Nos supondrá pasivos? ¿Tendrá ganas de atendernos?
San Lázaro no puede, no quiere, hacer él solo las cosas. Ya un 17 de diciembre se pusieron de acuerdo Obama y Raúl Castro, pero ni las muchas mazorcas de maíz, ni las palomas, los chivos y las jutias consagradas a Babalú Ayé impidieron el enfriamiento que vino luego. Quizá San Lázaro esperaba de nosotros algo más y no le hicimos caso, no lo atendimos, o no lo entendimos. Me gusta creer que San Lázaro quiere lo mejor para nosotros, pero no está dispuesto a regalarlo, él debe estar reclamando un sacrificio mayor que ese que ofrecen sus devotos, algo que vaya más allá de hacer “el camino al Rincón”, algo que no sea hacer el camino de rodillas.
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