LA HABANA, Cuba. – Uno de los males que en determinados momentos ha afectado a la nación cubana es el endiosamiento a sus líderes. Una muestra de ello lo apreciamos en la República durante el mandato de Gerardo Machado. Muchos de sus acólitos repetían aquello de que “Dios en el cielo y Machado en la tierra”. Una práctica que, sin dudas, coadyuvó a que el otrora jefe mambí aspirara a perpetuar su mandato, con el consiguiente perjuicio para la estabilidad republicana.
Si semejante anomalía pudo brotar en medio de una República con partidos de oposición, un poder legislativo independiente, y otras instituciones que garantizaban los espacios de actuación de la sociedad civil, qué no habría de suceder en ese sentido casi cuatro décadas después, cuando el totalitarismo se afianzó en el horizonte de la nación.
Fidel Castro devino un dios para muchos ciudadanos de la isla a partir de enero de 1959. Lo que el máximo líder decía era la ley, y nadie podía contradecirle. Incluso hubo episodios en los que sus seguidores abjuraban de sus identidades y adoptaban acríticamente el punto de vista del mandamás de Birán. Recordemos aquella consigna de los primeros años sesenta: “Si Fidel es comunista, que me pongan en la lista”.
Su hermano Raúl no solo heredó el poder, sino también esa aureola de divinidad con que algunos cubanos contemplan a sus gobernantes. Incluso hoy, cuando el General de Ejército apenas comparece públicamente, sus “recomendaciones” se convierten en la brújula a seguir por el equipo gobernante.
Y ya como parte de esa adoración hacia el líder máximo —aunque aún no lo sea del todo hasta tanto no ocupe la jefatura del Partido—, no es de extrañar el ciego acatamiento a la voluntad de Díaz-Canel. El benjamín del poder debe de haberse percatado de esa adulonería que exhiben los miembros de la nomenclatura, y aprovecha para dar riendas sueltas a un autoritarismo que no puede ocultar.
En días pasados, durante una reunión del Grupo Temporal de Trabajo para el control del coronavirus, Díaz-Canel declaró que “Si seguimos así no vamos a poder controlar la situación y retrocederemos en lo que habíamos avanzado. Tenemos que ir a medidas de más envergadura en la capital, para ver si en menos días, con cierres más eficientes, de más rigor, nosotros logramos cortar la trasmisión de la enfermedad”.
Fue suficiente para que acto seguido, y sin chistar, las autoridades de La Habana se dieran a la tarea de elaborar una serie de medidas para complacer la petición de Díaz-Canel.
Unas medidas que acaban de ser anunciadas, las que entrarán en vigor el próximo 1ro de septiembre. Habrá más restricciones para el movimiento de la población, con una especie de toque de queda entre las siete de la noche y las cinco de la madrugada; cierre de centros de trabajo que no sean imprescindibles para la producción o los servicios; límites para la circulación de medios de transporte estatales y privados; prohibición a los cuentapropistas a comercializar sus producciones fuera de su municipio; no se permitirá la presencia de menores y adultos discapacitados en la vía pública; así como la imposición de altas multas —que serán duplicadas de no pagarse en un lapso de diez días— a los infractores de tales disposiciones.
El señor Díaz-Canel estima que de esa manera podrá cortarse la cadena de transmisión de la pandemia. Una opinión que, en cierto sentido, entra en contradicción con el criterio de algunos de sus subalternos expertos en la materia, quienes señalan que el coronavirus no desaparecerá, y que incluso de todas maneras habrá picos de la enfermedad en los próximos meses.
Es que, a veces, da la impresión de que, más allá de salvar vidas, el principal interés de los gobernantes cubanos es que se ponga de manifiesto la supuesta superioridad de la medicina cubana.
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