LA HABANA, Cuba. – Con esa frase una empleada del mercado sito en la intersección de las calles Egido y Merced, municipio Habana Vieja, dio por terminada la venta de pollo ante un enjambre de personas que llevaba más de cuatro horas haciendo cola. Sin atender a buenos modales ni hacer caso de las medidas contra el coronavirus, el grupo que estaba a punto de comprar, el que “se quedó en esa”, se abalanzó sobre la joven en un ataque de histeria y pánico, de enojo comprensible por la espera de pie al sol, procurando inútilmente mantener la distancia para evitar el contagio.
Como un alud irrumpieron en la tienda para comprobar si realmente nada quedaba de las 52 cajas de cuartos de pollo que esa misma mañana habían sido descargadas en el mercado. Algunos entraron por pura impotencia y hasta movidos por la esperanza de que se hubieran equivocado en la cuenta. Inquietos hurgaban en los mostradores buscando la preciada unidad de muslo y contramuslo que rinde sopa y aporreado para varios comensales. Su hallazgo hubiera sido una bendición; apenas lo justo para que no fuera un día -otro más- perdido.
Poco a poco la triste certeza se esparció, mientras los siete afortunados salían con los últimos paquetes del alimento más perseguido ahora mismo por todos los cubanos. Resignadas a irse con las manos vacías, pero no con la furia entre pecho y espalda, varias mujeres comenzaron a lanzar acusaciones al personal de la tienda que se había demorado muchísimo descargando y facturando el pollo, para finalmente ponerlo en venta. La cola había sido lenta y cruel, de ejemplarizante abuso por parte de los dependientes y acaparadores que han hecho de la confrontación su forma de vida.
Una señora comenzó a filmar a los empleados, muy marginales en su gestualidad y vocabulario. El que parecía tener más autoridad le saltó encima gritándole: “¡a mí no me estés filmando!”, con una actitud tan violenta que otras mujeres intervinieron porque pensaron que la iba a golpear.
Un hombre joven agrediendo físicamente a una anciana es de lo poco que falta por ver en los tumultos para comprar comida, donde la gente se grita y empuja con absoluta naturalidad. La gente sigue amontonándose sin cuidarse de la presencia policial, sin dejarse amedrentar por la elevada mortalidad que ha dejado el COVID-19 en países mucho más preparados que el nuestro. Los cubanos continúan sus vidas sin percepción de riesgo porque lo único que en verdad temen es a no tener dinero ni qué comer. La cuarentena ha venido a alterar no ya la precaria estabilidad emocional y psicológica de los insulares; sino su supervivencia. Tras décadas de hundimiento en el salvajismo social, la perspectiva de no poder salir a luchar los pesos, la comida, el aseo, les provoca una agitación más contagiosa que el coronavirus.
Los extremistas ya están pidiendo que saquen las fuerzas armadas a imponer orden, porque es evidente que la policía no puede ni quiere hacerse cargo de la situación. Hastiados y agotados, procuran que la gente no arme broncas. Ni siquiera intentan acallar las duras críticas a Miguel Díaz-Canel y demás ministros que por estos días aparecen en Mesa Redonda llamando al distanciamiento individual. Los comentarios sobre la “estrategia” oficial para combatir la pandemia van del desprecio al sarcasmo, desafiando la presencia de los uniformados que se saben expuestos a contraer el virus y no sabrían cómo ni con qué detener a esa masa iracunda si las cosas llegaran a salirse de control.
A falta de productos menos tóxicos, el régimen repite que hay cloro a la venta -molotes mediante-, que se están fabricando miles de nasobucos y se irán aplicando medidas de forma escalonada para evitar las aglomeraciones. Sobre la urgencia alimentaria nada se ha dicho en concreto, mientras la crisis saca lo peor de los cubanos que se rehúsan a ser solidarios incluso con discapacitados, embarazadas o ancianos que por su avanzada edad no pueden permanecer tanto tiempo de pie haciendo fila.
Existe toda una burocracia para poner a la venta los productos más demandados, y que abarca desde la demora en la distribución a los distintos establecimientos hasta el inventario que con toda la calma del mundo los dependientes realizan a la vista de gente desesperada y acomplejada por tener que empeñar la vida en tan poca cosa. Después le sigue el dilema de que solo una o dos cajas registradoras han sido habilitadas para atender a cientos de clientes.
A veces parece que lo hacen a propósito, quizás para provocar reacciones de consecuencias impredecibles. Otras veces es puro sadismo. A través del vidrio se les ve reír y conversar, sin apuro, mientras la gente se cuece al sol. Afuera, nadie quiere saber de las últimas cifras de la pandemia. “¡El coronavirus soy yo!”, exclaman con una mezcla de insolencia e ignorancia para dejar claro que no importa cuán grande sea la amenaza, no abandonarán las colas. El régimen puede afirmar que tienen controlada la situación; pero donde quiera que vendan pollo, puré de tomate, picadillo de pavo, jabón, detergente o yogurt de bolsa, habrá una mesa servida para la propagación del COVID-19 en Cuba.
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