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Juan Jesús Aznárez El País, Lunes
28 diciembre 1998 - Nº 969
Durante 18 años, el cadáver del piloto estadounidense Thomas
Pete Ray, derribado en Bahía de Cochinos, permaneció en un
congelador de La Habana.
Dos semanas antes de la frustrada invasión a Cuba por Bahía de
Cochinos, hace 37 años, Fidel Castro observó atentamente los
cielos de la Ciénaga de Zapata y comentó: "Chico, va y estos
hijos de puta se lanzan por aquí". Ordenó instalar una
ametralladora 50 milímetros en un depósito de agua y otra frente a
la pista de aterrizaje recién construida por la revolución. Le
acompañaba aquella madrugada de presagios el periodista Luis Báez.
"Recorríamos las obras del nuevo plan turístico de Girón.
Esa zona y la de Trinidad eran citadas como posibles sitios del desembarco
mercenario". Cruzando el mar Caribe, desde bases en Guatemala y Nicaragua,
una brigada de 1.500 hombres reclutada por la agencia de espionaje de Estados
Unidos, por la CIA, preparaba el asalto a la mayor de las Antillas, perdidamente
comunista y atea después de haberse proclamado miliciana del santo
rosario en la Sierra Maestra.
En los barracones y catres del acuartelamiento de Happy Valley, en la costa
atlántica de Nicaragua, el piloto de la Guardia Nacional Aérea de
Alabama Thomas Pete Ray velaba armas con sus compatriotas de escuadrón y
con los cubanos anticastristas. Aceitaba los mandos y gatillos de su bombardero
ajeno a que había de morir pronto junto a una palma real, incapaz de
imaginar que su cadáver permanecería congelado durante 18 años
y ocho meses en el Instituto de Medicina Legal de La Habana. Así lo
dispuso Castro para demostrar que nacionales de Estados Unidos, gobernados
entonces por John F. Kennedy, participaron directamente en el ataque. El
copiloto, Leo Francis Baker, también de la Guardia de Alabama, no terminó
en un frigorífico porque era moreno, aindiado, de pelo, cejas y bigotes
negros; definitivamente no cuadraba como estadounidense. Fue sepultado con otros
invasores.
La familia de Thomas Ray, su madre, la viuda y dos hijos, que han recibido
durante estos años una pensión de un fondo habilitado por la CIA,
nada supieron sobre su paradero: un cubano, mensajero de la compañía,
les comunicó telefónicamente que fue contratado por adinerados
cubanos y perdió la vida en el accidente sufrido por un avión de
carga. Estados Unidos negó ante el Consejo de Seguridad de la ONU haber
tomado parte en el histórico fracaso, y Ray desapareció de la faz
de la tierra y pasó al olvido a ocho grados bajo cero. "Cuando yo lo
vi al cabo de 18 años estaba igualito que como yo lo había visto
cuando lo montamos en un jeep", recuerda el comandante Óscar Fernández
Mell, jefe de la patrulla que lo capturó. "Estoy dispuesto a recibir
a su familia cuando quiera. No soy ningún asesino. Tengo la conciencia
tranquila".
Las primeras bombas contra la revolución que en enero 1959 arrebató
el mando de la república al sargento Fulgencio Batista cayeron sobre
Santiago y la provincia de La Habana hacia las 6.15 de la mañana del 16
de abril. Ocho B-26 con las insignias y colores de la Fuerza Aérea
Revolucionaria (FAR), tripulados por exiliados cubanos, soltaron napalm y cargas
de demolición de cien kilos y barrieron después con ametralladoras
pesadas Browning.
Wade Carrol Gray cayó junto a su compañero de aventura Riley
W. Shamburger, exultante y guerrero el día de su muerte, el 19 de abril
de aquel año. "¡Ahora los aplastaremos!", prometió
cuando despegaba.
Pete Gray y Leo Francis Baker partieron hacia Girón, a más de
mil doscientos kilómetros de distancia, la madrugada del 19 en sustitución
de las tripulaciones de exiliados cubanos, tan agotadas como desmoralizadas, sin
ganas de arriesgarse más. Los artilleros antiaéreos vieron que su
B-26 cruzaba de largo, de sur a norte, y regresaba en vuelo rasante
bombardeando, escupiendo plomo por la proa. Fue alcanzado por las baterías.
"La orden que habíamos dado era muy estricta: atraparlos vivos.
Pero él estaba con una granada en la mano, y cuando nuestro hombre se le
aparece levanta el brazo y ahí mismo, con una subametralladora, lo mata. ¿Por
qué no lo guardamos? Pues porque el tipo era totalmente latinoamericano,
chico". Continúa la persecución de Gray. Un telegrama de la
CIA a su sede en Nicaragua, cuyo carácter secreto fue levantado el pasado
mes de abril, había autorizado la entrada en combate de sus pilotos
advirtiendo que no debían caer en manos del enemigo y si eso ocurriera "deberán
declarar que son mercenarios reclutados para combatir el comunismo. Estados
Unidos negará cualquier conocimiento al respecto". En mayo, sin
embargo, forzada por las circustancias y la admirable tenacidad de Janet Ray
Weininger, su hija, la CIA reconoció los méritos de Thomas Ray y,
además de concederle a título póstumo la medalla a la
valentía, lo inscribió, con otros tres caídos, en su Libro
de Honor.
"Con el agua hasta las rodillas", prosigue Fernández Mell, "yo
decía que ese piloto no había podido llegar tan rápido.
Pero en el momento en que volvíamos, uno le pisa una pierna. Estaba
acostado en un bosquecito muy tupido, al lado de una palma real. Tenía un
cuchillo y un revólver, y cuando va a disparar, el otro le tiró
con el Fal (fusil de asalto belga), a un metro". Al escuchar la ráfaga
que atravesó al piloto de Alabama, se acercó a gritos: "No le
tire, no le tire, pero bueno... Cuando llegué allí todavía
estaba vivo, pero agonizaba. Era imposible de salvarle, tenía parte del
abdomen perforado. Lo recuerdo como si fuera ayer. Vestía un pantalon
gris y un pullover blanco. Medio rubio. Lo cargamos en el jeep".
Jefe de operaciones entonces, Fernández cita dos razones para
convencer que quiso detener a Ray vivo: "Primero, ética, moral. Yo
no mato a un prisionero. Y por otra parte, era el americano que íbamos a
presentar en la televisión. ¿Dicen que no vinieron? Pues mira, aquí
está quien va a hablar". El cuerpo acribillado del aviador fue
conducido al Instituto de Medicina Legal, y allí, embalsamado y mantenido
helado por Juan Menéndez Tudela, 75 años ahora. Sabía que
era un piloto yanqui, pero nunca preguntó por qué tenía que
congelarlo. "Me dieron una órdenes y las cumplí. Y las órdenes
eran vigilar el cadáver y cuidarlo". Menéndez tenía un
generador de repuesto, de fabricación soviética, para entrar al
quite si se registraba un corte de energía.
Hasta el año 1972, la CIA no reconoció la pertenencia de Pete
Ray a la plantilla de la compañía, y hasta 1979, su hija, 43 años,
no pudo recuperar sus restos. Para lograrlo, investigó en la Pequeña
Habana, de Miami, habló con gente que conoció o escuchó
hablar de su padre, recopiló documentación, viajó en mula
por Nicaragua, interesó a congresistas y a funcionarios del Departamento
de Estado y escribió a Fidel Castro. La respuesta oficial cubana fue
definitiva: el Instituto de Medicina Legal alberga, congelado, el cadáver
de un piloto de nacionalidad estadounidense que puede corresponder a la persona
desaparecida, el cuerpo que Fidel Castro amenazó con exhibir sobre una
mesa de la ONU para probar la maquinación del norte.
Una devolución discreta
Un día después de la invasión, Raúl Roa,
ministro cubano de Asuntos Exteriores, anunció ante el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas que su país tenía "las
pruebas de la intervención yanqui, según recogió el periódico
Revolución. Al negar Washington su implicación en el desembarco, y
también el de la Guardia Nacional de Alabama, la ONU prefirió no
continuar con las pesquisas.
En 1979, funcionarios cubanos y el FBI cotejaron las huellas y placas
dentales del piloto yerto con las de Pete Ray. Coincidían. La devolución
del cadáver fue discreta, y apenas conocida, pues, entre otras razones,
la prensa y la opinión pública mundial permanecían atentas
al desarrollo de la toma de la embajada estadounidense en Teherán, y la
CIA pidió silencio.
La Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana había
abierto en 1977, tras 16 años de suspensión de relaciones diplomáticas
entre los dos países. Regularmente, según fuentes cubanas, se
recordaba a las autoridades norteamericanas la existencia del cadáver,
cuyo nombre y apellido no supieron hasta que su hija aceleró las
averiguaciones, y la sección de intereses reclamó los restos. No
fue fácil la investigación de Janet Ray. Cuando sus indagaciones
eran demasiado molestas, llegó a escuchar que acabaría en un
manicomio si continuaba empeñada en llegar hasta el final. Consiguió
hacerlo, y Thomas Pete Ray descansa desde hace 19 años en una tumba
familiar, a la temperatura adecuada.
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