LA HABANA, Cuba. – El 11 de mayo de 1873, en el potrero de Jimaguayú, actual municipio de Vertientes, provincia de Camagüey, el mayor Ignacio Agramonte y Loynaz halló la muerte frente a un destacamento español. Con su desaparición, la causa independentista no solo perdió a uno de sus más valerosos militares, sino a un político dotado de gran sabiduría y lucidez, ferviente defensor de las ideas democráticas, redactor de la Constitución de Guáimaro, la primera de la República de Cuba en Armas.
Existen varias versiones sobre las circunstancias en que murió el impetuoso Agramonte. Algunas fuentes sostienen que ocurrió en una batalla, mientras otras afirman que se trató de una escaramuza durante la cual falló la estrategia del hijo ilustre del Camagüey.
En la mañana de aquel 11 de mayo, la columna enemiga se hizo presente con todas sus secciones ―caballería, artillería, infantería― listas. Había sido enviada desde la villa de Puerto Príncipe por el entonces general de brigada Valeriano Weyler para dar caza al escurridizo mayor, cuyas tropas tenían la moral alta tras las recientes victorias en fuerte Molina y Cocal del Olimpo.
Agramonte y su tropa habían puesto grupas hacia Las Tunas, donde debían reunirse con jefes orientales. Al recibir los informes sobre la cercanía de los españoles, decidió combatirlos allí, con el objetivo de desgastarlos y evitar que continuaran en su persecución. Contaba con poco más de 500 hombres entre infantes y montados. Un puñado de jinetes hostigaría a la vanguardia enemiga, atrayéndola hasta el fondo del potrero, donde sería recibida por la infantería y una rápida carga a caballo. Era una buena estrategia, pero el azar marcó otro desenlace.
Por muchos años, los veteranos de la guerra creyeron que la muerte de Ignacio Agramonte se había producido en circunstancias extrañas. Se barajaron diversas posibilidades: desde una acción intempestiva por parte de El Mayor, que lo dejó a merced de las balas enemigas, hasta un acto de traición.
Lo cierto es que sí hubo batalla, pero la estrategia no salió como lo esperaba Agramonte, pues su contraparte procedió con extrema cautela y no cayó en la trampa. Por aproximadamente un cuarto de hora el potrero de Jimaguayú se estremeció con el fragor de ambas artillerías. Agramonte, convencido de que no podría inclinar el combate a favor del Ejército Libertador, optó por asegurar una retirada rápida y decidió cargar al machete en una maniobra sorpresiva, que no lo fue.
Un pequeño grupo de soldados españoles se había emboscado en un cayo de hierba de guinea, a corta distancia del paso de El Mayor y sus hombres. Agramonte fue instantáneamente abatido por un balazo en la sien. Su muerte representó un terrible revés para un ejército que, a cuatro años de iniciada la contienda, sufría los efectos del regionalismo, el caudillismo, la insubordinación ―incluso por parte de algunos jefes― y una alarmante desunión frente a un enemigo organizado y experimentado en hacer la guerra.
Aquel 11 de mayo Camagüey vio desaparecer a su adalid, Amalia Simoni lloró a su amado esposo y Cuba perdió a un insigne patriota y abogado; un hombre de ideas claras que marchó a la guerra convencido de que solo existía un camino: independencia o muerte.
Ciento cincuenta años después, dominada por un yugo peor que la Corona española, Cuba tiene delante la misma disyuntiva.