LA HABANA, Cuba.- A los poetas cubanos que han luchado por la libertad, tanto en la época colonial como en la dictadura comunista, más que la cárcel les ha dolido el exilio.
No hablo de José Martí, que canalizó ese dolor organizando la guerra por la independencia, y murió peleando, en Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895, poco más de un mes después de desembarcar en Cuba. Hablo de los muchos poetas que luego de pasar por prisión y ser desterrados, han muerto en otros países, añorando el suyo. Y también, por qué no, de quienes no han resistido esa amarga añoranza y han cedido ante los tiranos a cambio de que les permitieran volver a su Patria y su gente. Son los casos de José María Heredia y Juan Clemente Zenea.
Heredia, que en 1823, implicado en la conspiración de los Rayos y Soles de Bolívar había tenido que marchar al exilio, trece años después, en 1836, desesperado por poder ver a su madre enferma, aceptó retractarse públicamente de sus ideales independentistas, que fue la condición que le impuso el gobernador español para dejarlo entrar en Cuba. Cuatro meses duró su visita. Regresó, deshecho de tan deprimido, a México, donde murió unos meses después, de tuberculosis, con 35 años, el 7 de mayo de 1839.
Más trágico es el caso de Juan Clemente Zenea.
Zenea, que había nacido en Bayamo en 1832, con solo 20 años, perseguido por sus actividades independentistas, tuvo que exiliarse en los Estados Unidos. En 1853, las autoridades españolas lo condenaron a muerte en ausencia, acusado de “conspirar contra España”. Pero en 1854, en virtud de una amnistía general, regresó a Cuba, donde ejerció como periodista y profesor.
En 1865, debido a sus ideas políticas, tuvo que volver a exiliarse. En 1870, hastiado del exilio, aceptó que las autoridades españolas le concedieran un salvoconducto para regresar a Cuba con la condición de que llevara una propuesta de paz al presidente de la República en Armas, Carlos Manuel de Céspedes.
Zenea logró reunirse con Céspedes, pero intimidado ante la actitud del líder insurrecto y el temor de que ordenara lo fusilaran por traidor, no se atrevió a plantearle la propuesta de los españoles. Según comentaría Céspedes en su diario: “No dejó traslucir la menor intención de ser dócil instrumento de Azcárate (el gobernador español)”.
A su regreso del campo insurrecto, los españoles le revocaron el pasaporte a Zenea, lo acusaron de ser espía de los mambises y lo encerraron en la fortaleza La Cabaña. Condenado a muerte, su vida terminó el 25 de agosto de 1871, en el Foso de los Laureles de La Cabaña, frente a un pelotón de diez fusileros.
Triste destino: morir a manos de quienes le privaron de la patria y ser llamado traidor por sus compatriotas; o peor aún, por el grosero calificativo que usan los cubanos para los cobardes: “pendejo”.
Y pensar que Zenea, antes de plegarse a la encomienda de los españoles, había escrito: “Si yo quisiera vivir del deshonor y la perfidia/ volver a Cuba y despertar pudiera de viles gentes la rabiosa envidia./ Que allá, para morar como los brutos,/ basta ser al oprobio indiferente,/ llevar a Claudio César los tributos,/ postrarse humilde y doblegar la frente”.
En su libro Mea Cuba, Guillermo Cabrera Infante, otro escritor exiliado, pero que supo resistir el exilio con dignidad, sin rendirse, escribió sobre Juan Clemente Zenea: “Era solo un poeta que huye. De su memoria literaria queda ese poema patético pero pobre, de golondrinas, sauces y cipreses, y en el Paseo del Prado de La Habana, un grupo escultórico hermoso que se hace grotesco a veces. La estatua es un hombre de bronce (para un poeta tan vulnerable) acompañado por su blanca musa de mármol, yacente desnuda a sus pies como una Venus venerante. En un típico giro del absurdo, este monumento fue convertido luego en un oscuro objeto del choteo por holgazanes habaneros que hacían del monte de Venus blanco de la musa de mármol un pubis al carbón, escandalosamente negro”.
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