LA HABANA, Cuba. — Corría el año 1994 cuando el “Gran Líder” Kim Il Sung, fundador de la República Popular Democrática de Corea en 1948, cerró sus ojos para siempre. Le sucedió, sin más trámites, su hijo Kim Jong-Il, quien sería conocido como el “Querido Líder” de una nación regida, con toda naturalidad, por una casta familiar de dictadores.
Tras catorce años de espera para ser el dueño oficial de una Corea cada vez más nuclearizada y beligerante, el delfín se dedicó a reforzar el implacable —casi orwelliano— totalitarismo sobre millones de ciudadanos tratados como súbditos bajo el cetro de un monarca cruel.
Kim Jong-Il alentó el culto a la personalidad de su padre y la suya propia, castigando cualquier amago de disidencia real o imaginario. Las torturas, confinamientos en campos de concentración y ejecuciones masivas convirtieron a Corea del Norte en el escenario más crítico en materia de derechos humanos. Su mandato, como el de su padre, no dejó el menor resquicio a la libertad, ni garantías a los ciudadanos frente a la arbitrariedad y el terror implantados por las instituciones.
Sus años en el poder coincidieron con las devastadoras hambrunas que sufrió la población norcoreana en el último decenio del siglo XX. Cientos de miles murieron por causa de los desastres naturales y la negligencia criminal de los dirigentes. La represión política despiadada, así como el estado calamitoso de la economía y la producción de alimentos, alcanzaron un punto de extrema gravedad bajo el yugo de Kim Jong-Il, un autócrata impredecible que puso los recursos del país en función de garantizar la seguridad militar y la supervivencia del régimen.
A este único objetivo supeditó las negociaciones con Corea del Sur; un diálogo que fue saboteado en incontables ocasiones por los propios desvaríos del dictador, quien pretendía arrancar concesiones a Washington y Seúl con chantajes nucleares, provocaciones militares, e incluso amenazas de guerra.
Durante los diecisiete años que permaneció en el poder, Kim Jong-Il socavó la estabilidad y seguridad de Asia, haciendo imposible lograr acuerdos duraderos. Su naturaleza autocrática y desequilibrada lo condujeron a violar todos los compromisos que alguna vez contrajo, y a mantener en vilo incluso a China, su único aliado estratégico.
Después de muchos diálogos boicoteados y promesas rotas, Kim Jong-Il quiso hacer un último regalo a sus súbditos, a los países vecinos y a la humanidad en general. Nombró heredero al menor de sus tres hijos, Kim Jong-Un, carente de experiencia política y militar, pero ahíto de soberbia, paranoia y un profundo desprecio por las democracias occidentales.