LA HABANA, Cuba. — En redes sociales se ha hecho viral una denuncia con tintes de crónica escrita por Yarini Manuel Arrebola, profesor de la Universidad de La Habana, quien fue víctima de un intento de robo con fuerza en un ómnibus P11, que cubre la ruta Vedado-Alamar.
En el post, junto a una foto de su mochila rota a cuchilladas, el autor describe la desesperante situación de los profesionales cubanos y del país en general, ahogado en una crisis que ya es humanitaria y de humanidad, más que económica. Poco faltó, de hecho, para que el propio maestro resultara herido en el ataque. Lo salvaron el acolchado del bolso y varios exámenes de estudiantes.
El texto, amargo por su veracidad, expone el via crucis de quien debe levantarse de madrugada, cinco horas antes, para llegar a tiempo al turno de clases que le corresponde. Desde mucho antes de la coyuntura, Donald Trump y el COVID-19, los profesores universitarios no tienen transporte; realidad que los ha obligado a una rutina miserable y autodestructiva que, sin dudas, incide negativamente en el número de profesionales dispuestos a ejercer el magisterio.
Con ironía y parsimonia Yarini Manuel Arrebola lamenta la pérdida de una mochila que le ha costado dos o tres veces su salario, y ni siquiera se siente con ánimos para explicar cómo es posible terminar su jornada laboral a las dos de la tarde y llegar a su casa a las diez de la noche, tras más de siete horas de espera en la cola del ómnibus y el viaje hasta Alamar.
En no pocas ocasiones, el profesor ha arriesgado su vida para cumplir con sus estudiantes y llegar a tiempo a la Universidad. La más reciente, según su post, fue la semana pasada, cuando tuvo que viajar, durante casi un kilómetro, enganchado en la puerta del bus, y apoyado en un solo pie junto a otros cubanos que, como él, debían llegar a su trabajo a toda costa.
“Si esto coge un bache y me mato, ahí la universidad sí pone enseguida la guagua para los profesores”, pensó. Pero se equivoca. Su situación no le importa al decano de la facultad donde imparte clases, ni al rector, ni al ministro de educación superior, ni al amasijo de barrigones que florecen entre platos abundantes y carros con aire acondicionado, mientras los profesionales de este país se exponen a ser apuñalados por un carterista que erró el golpe, o a morir aplastados por la doble rueda de un bus articulado.
Ni siquiera la muerte de millones de cubanos removerá las conciencias de quienes hace tiempo pactaron la extinción de este pueblo. Fue una decisión tomada sin remordimientos, probablemente en medio de una sobremesa, y aderezada con la convicción de que es lo mejor para ellos y sus familias.
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