LA HABANA, Cuba.- Si de alguien siempre estuvimos enamorados los cubanos, tanto los de aquí como los que se han cobijado en muchos países, ha sido de esa dama del arte grande y gloria de Cuba llamada Rosita Fornés.
Y digo “arte grande” porque es ese que siente el artista de verdad, para siempre, ese que vence obstáculos y le proporciona la bondad de la vida, ese que se lleva en la sangre y se adquiere de niño ante un espejo.
Rosa Fornés sentía su arte como savia de la vida, como un don para amar plenamente a su alrededor a todos por igual, incluso a los despreciados por una sociedad imperfecta o gobiernos mal nacidos.
Porque ¿cuándo se le fue a Rosita, sigilosamente, un admirador suyo, en pleno espectáculo teatral; cuándo se le fueron en grupo, poco a poco, sin llamar la atención, como yo lo vi tantas veces en la Plaza de la Revolución, mientras aquel actor principal político, de barba y verde olivo, repetía y repetía lo mismo durante horas y los vacíos de las concentraciones daban pena y vergüenza?
Rosita Fornés —la belleza personificada convertida en realidad en un escenario— es el único ser humano que ha inspirado amor eterno a los cubanos.
Yo, a los diez años, la vi por primera vez, a finales del cuarenta del siglo pasado, en la emisora RHC Cadena Azul, que radicaba en Prado 20, donde Rosita cantaba. Parecía una aparición del cielo, la mujer más bella que vi en mi vida.
Una tarde, años después, bien que lo recuerdo, tuve la dicha de visitarla en su casa de la zona playera de Santa María del Mar, cerca de La Habana. Allí vivía Rosita Fornés con su amor de muchos años, Armado Bianchi. Ambos eran amigos entrañables del poeta cubano Francisco Riverón Hernández, mi gran amigo y maestro.
Cómo olvidar aquellos momentos cuando Rosita nos contaba de su vida en México, de su amor apasionado por Mario Moreno, el famoso cómico Cantinflas, mientras hacía rabiar de celos a Bianchi, que escuchaba en silencio.
Rosita era una interlocutora muy simpática y locuaz, capaz de hacer reír al más triste. “Historias locas de la adolescencia, Armando”, —decía— “¿No tienes que poner esa cara…”
Otras veces me escabullía en los camerinos de los grandes teatros donde actuaba Rosita solo para saludarla. Cuanto calor humano tenía esa mujer, cuanta bondad para aquellos que siempre la amaron.
Recuerdo también uno de los episodios más sórdidos que vivió Rosita por los años sesenta y principios de la década del setenta, cuando el Comandante de la Sierra Maestra Papito Serguera, director del Instituto de Radio y Televisión trató de dañar su figura, llamándola “burguesa del arte, con plumas y lentejuelas”.
Nada raro en aquellos tiempos en que se hablaba de pureza y dogmas comunistas, en una sociedad que fue tan libre, con su República y su Constitución. Rosita pasó por alto aquel absurdo, lo comprendió y no echó leña al fuego, simplemente, sabia al fin y segura de su arte, esperó que la tormenta pasara. Serguera desapareció y aquellos a quien él había maldecido se convirtieron en ángeles guardianes que seguían los pasos de la gran diva de Cuba, sus amigos de siempre.
Hace unos días, cuando gracias a Pedro de la Hoz vi a Rosita Fornés a toda página en Granma, una de las mujeres más bellas e inteligentes de Cuba, supe de su muerte, y me sentí dichosa al poder decirle al fin que aquella niña flaca y callada, que tanto la miraba mientras cantaba ante el viejo micrófono de Prado 20, también se enamoró de ella.
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