MIAMI, Estados Unidos.- El género documental político es consustancial a la historia del mundo contemporáneo. Aunque especula con la realidad, el punto de vista subjetivo de sus realizadores, la idea de buscar y demostrar una tesis suele encaminar el modo de dramatizar circunstancias que tienen un atractivo público.
La dictadura que escindió a Cuba desde 1959 pergeñó hasta hoy día las antípodas ideológicas de la narrativa cinematográfica del género.
El castrismo contó desde el inicio con un aparato de producción de propaganda llamado Instituto del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), que se dio gusto con un cuerpo documental épico y laudatorio del régimen y su sombría figura cenital, Fidel Castro, por entonces considerado una suerte de paladín llamado a solventar las heridas sociales de la república, que desmontó con alevosía en muy poco tiempo.
En la orilla opuesta, productores y directores llegados al exilio, sin apoyo logístico y en medio de una intelectualidad internacional que los denigraba como “gusanos” desertores de la panacea revolucionaria, no demoraron en tratar de demostrar que el comunismo mundial plantaba su pica en La Habana y a partir de ahí trataría de extenderse por el resto del continente.
Hoy por hoy, la filmografía documental abiertamente castrista, que contó con el concurso de los más distinguidos directores del ICAIC, incluso con los que luego fueran considerados conflictivos mediante sus filmes de ficción, ha envejecido por tratar de amparar conceptual y estéticamente lo indefendible, mientras los filmes realizados en el exilio, aun con sus imperfecciones de orden formal, escriben las páginas de una verdad tergiversada u obliterada por la dictadura en su afán de silenciar opositores.
Desde Cuba, satélite 13, dirigido por Manuel de la Pedrosa, con la producción del legendario Eduardo Palmer, hasta los filmes realizados por el Instituto de la Memoria Histórica Cubana contra el Totalitarismo y aquellos ya míticos codirigidos por Néstor Almendros, -Conducta impropia, con Orlando Jiménez Leal y Nadie escuchaba junto a Jorge Ulla-, pasando por las series que lograron presentar Agustín Blázquez y Humberto López Guerra, respectivamente, por solo mencionar algunos ejemplos, los documentales políticos del exilio cubano fueron duramente agredidos por los castristas y sus fellow travelers en cualquier lugar del mundo donde se presentaran.
Sin embargo, vistos a la distancia de 63 años de intolerancia y represión, ya no podrá escribirse la historia aciaga de la isla sin los testimonios que han logrado referir para la posteridad, sobre un régimen que ha dejado escasos registros en imágenes de sus tropelías o, como pudiera descubrirse luego, ese archivo fílmico se ha mantenido a buen resguardo.
La semana pasada, el Canal 41, AméricaTeVe de Miami, que se ha ocupado de producir obras audiovisuales de gran valor para el exilio cubano, paralelamente a la programación habitual de la estación dio a conocer el documental Ric Prado, el guerrero de las sombras, dirigido por Claudio Pereyra, con la producción de Miguel Cossío y Loreta Álvarez, y la colaboración periodística de Daniel Benítez.
Enrique Ric Prado es un cubano de Manicaragua que llegó a Estados Unidos a los 10 años, sin sus padres, durante la Operación Pedro Pan. Se educó en instituciones del sur de la Florida, entre las cuales figura el emblemático Miami Dade College, y luego dedicó su vida al servicio al prójimo, ya fuera en operaciones de rescate o salvaguardando la integridad del país que le dio la segunda oportunidad a él y su familia, desempeñándose como miembro de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), durante 25 años, donde obtuvo los más altos grados y medallas venerables que tributan su labor incansable.
Para los realizadores del documental, con la voluntad de ir dilucidando una vida llena de acción, peligro y decisiones extremas, fue una suerte que dichas virtudes pertenecieran a un narrador nato de gran cultura y simpatía como Ric Prado.
Tanto en su libro Black Ops: The Life of a CIA Shadow Warrior, publicado con mucho éxito el año pasado, como en el presente documental, Prado se ha propuesto rescatar el prestigio y la importancia de la CIA para la seguridad de la democracia americana. Habitualmente una agencia gubernamental puesta en solfa por la fantasía hollywoodense o la oposición abierta de influencias izquierdistas en el seno del poder de los propios Estados Unidos.
Prado se desenvolvió en escenarios distantes e inhóspitos de la guerra fría y el terrorismo con similar tesón, sin olvidar que hacía memoria y justicia por los atropellos que sufriera su familia a manos del castrismo, aquella forma ordinaria del comunismo que le conmocionó su infancia.
Esa dicotomía agrega valor humano al documental que rehúye el patrioterismo al uso para colocar al protagonista en la senda de guerreros universales por la libertad.
Es emocionante el resumen cuando el hombre duro y curtido que ha sido Prado se rinde ante el recuerdo de su padre, según confiesa, el origen de todos sus éxitos, de la entereza y la decencia, que lo guiaron por un camino glorioso.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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