LA HABANA, Cuba.- Los gobernantes cubanos siempre se han destacado por interpretar la historia a su conveniencia, de forma tal que el pasado legitime el presente que padecen los ciudadanos de la isla. Lo anterior se complementa con el monopolio que poseen sobre la educación de las nuevas generaciones, razón por la cual todos los cubanos que hoy tienen menos de 60 años han crecido bajo la única “verdad” del castrismo.
En ese contexto se aprovechan de todos los acontecimientos importantes que hayan signado el devenir de nuestra nación. Y, por supuesto, en esa relación no podía faltar el 10 de octubre de 1868, cuando el abogado bayamés Carlos Manuel de Céspedes comenzó el largo camino en pos de la independencia de Cuba del dominio español.
En 1968, al conmemorarse el centenario de esa gesta, Fidel Castro expresó una frase que ha devenido una recurrente consigna desde entonces: “La Revolución cubana es una sola, la que inició Carlos Manuel de Céspedes en el ingenio La Demajagua, y que nosotros continuamos en el presente”. De esa frase se derivó otra de igual significación: “Nosotros ayer hubiésemos sido como ellos, y ellos hoy serían como nosotros”.
Claro que no hay más que consultar cualquier documento o texto elaborado por algún historiador objetivo, y de inmediato asistimos al desvanecimiento de la pretensión castrista por apropiarse del legado de nuestros antepasados. Por ejemplo, tenemos unas declaraciones que formuló Antonio Zambrana, quien junto a Ignacio Agramonte elaboró el texto de la Constitución de Guáimaro, en aquellos momentos iniciales de la Guerra de los Diez Años.
Según cuenta Manuel Sanguily en el libro Oradores de Cuba —y Zambrana fue uno de los que cultivó con acierto el arte de la palabra—, el joven abogado habanero expresó que “Seamos primero republicanos que patriotas, y antes enemigos de la tiranía que enemigos de los españoles”. Concluyente: jamás aquellos hombres habrían comulgado con un sistema totalitario como el que les han impuesto a los cubanos.
Por estos días, al acercarse el 150 aniversario de la epopeya iniciada en La Demajagua, los medios de difusión oficialistas han arreciado la propaganda en aras de reafirmar la pretendida condición de herederos que reclaman los actuales gobernantes con respecto a los luchadores independentistas del siglo XIX.
En esas condiciones no es descartable la posibilidad de que emerja una nueva consigna. Y comoquiera que la maquinaria del poder no descansa en enaltecer el actual Proyecto de Constitución de la República, podríamos presenciar un intento por establecer puntos de contacto entre ese texto y la Constitución de Guáimaro, aquel documento que dio forma legal a la contienda que comenzó el 10de octubre de 1868.
Si así fuera, abundan los acápites que marcan un abismo entre una Constitución y la otra. Tomemos solo uno: el que garantiza la división de poderes en la sociedad, un detalle vital para el establecimiento de un sistema democrático.
Como sabemos, la Constitución de Guáimaro le otorgó suma importancia al poder legislativo, al extremo de que la Cámara de Representantes pudo deponer al presidente Céspedes al atisbarse amagos dictatoriales por parte de este.
En contraposición, el poder legislativo que propone el actual Proyecto de Constitución —tal y como sucede en el presente— se diluye en el seno de una Asamblea Nacional en la que se mezclan los simples diputados con los principales gobernantes del país, y donde se aprueban por unanimidad las directivas trazadas por la cúpula del poder.