LA HABANA, Cuba. — La lectura de una noticia reciente me ha obligado a hacer algunas amargas reflexiones sobre la involución que ha sufrido nuestra Patria durante los últimos 63 años. Me ha obligado a preguntarme cómo fue que se pasó de las ilusiones de los años iniciales del “Proceso” (que, como se vio después, eran infundadas, pero al fin y al cabo eran ilusiones) al estado actual de calamidad y postración en que se encuentra Cuba.
Afirmo que aquellos sueños eran infundados porque lo que primó desde el primer momento en la cuadrilla que trepó al poder aquel enero de 1959 fue el propósito de convertir a los ciudadanos en súbditos obedientes. El objetivo era transformarlos en seres dispuestos a aprobar sin chistar —y a aplaudir sin descanso— todo lo que proviniera del alto mando de “la Revolución”; a matar y morir por esta.
Fue así que las promesas iniciales de celebrar comicios democráticos en el plazo de un año se convirtieron en la pasmosa consigna “Elecciones, ¿para qué?”. Para desembocar, ¡y sólo al cabo de 18 años!, en un sistema donde lo único que podía —y puede— escoger el ciudadano de a pie es el concejal que se supone que lo represente en la inoperante Asamblea Municipal del Poder Popular.
Lo mismo se puede comentar de los mentirosos ofrecimientos de hacer una reforma agraria que convirtiese al campesino en dueño de la tierra que trabajaba. En realidad, sólo se expidieron títulos de propiedad a quienes ya poseían una finca. A los otros los convirtieron en obreros agrícolas, en peones del mayor latifundio que ha existido en toda la historia de Cuba: el estatal, creado por los comunistas, que llegó a controlar más de las cuatro quintas partes de las tierras cultivables.
¿Y qué decir de la prostitución? De inicio, se trató de dignificar a las trabajadoras sexuales. Muchas de ellas se convirtieron en choferes de unos pisicorres de marca impronunciable (“Warszawa”), que el pueblo cubano, con gran sentido práctico, prefirió denominar por el país de origen de esos vehículos malos, pesados y grandes consumidores de combustible: las “polaquitas”. Las antiguas cortesanas, a su vez, fueron llamadas “violeteras” por el color de su ridículo uniforme.
Al cabo de los años, el viejo flagelo que se creía extinguido renació con fuerza increíble, aunque bajo una denominación eufemística: “jineterismo”. Ese resurgir de la más antigua profesión del mundo resultaba tanto más asombroso cuanto que ya no eran mujeres pobres y sin familia las que caían en ese vacío existencial, sino incluso profesionales universitarias.
Esa triste realidad sirvió de base para uno de los comentarios en los que se puso de manifiesto, de manera inobjetable, la franqueza no exenta de cinismo y el desparpajo del fundador de la dinastía: “Nuestras prostitutas son las más cultas y las más sanas del mundo”, reconoció en 1985, cuando ya resultaba imposible seguir engañando al planeta con el cuento chino de la “erradicación de la prostitución”.
Pero ya va siendo hora de abordar la noticia que dio pie a mis tristes reflexiones: Me refiero a los elogios que, sobre la actuación de las autoridades que han intervenido en los procesos legales dirigidos contra los manifestantes del glorioso 11 de Julio, profirieron este viernes, ante las cámaras de la Televisión Cubana, familiares de los mismos encausados.
El desenfreno de una madre invita al pasmo: “El juicio yo lo he visto muy bien de todas las partes. La defensa de los abogados, muy buena; la fiscal habló como tenía que hablar; la presidenta de la sala es objetiva, humana”. ¡Y tener que oír cosas como esa cuando las autoridades castristas han solicitado e impuesto sanciones brutales, terroristas, que en algunos casos exceden de los veinte años! ¡Y simplemente por salir a las calles a desfilar y protestar!
En este caso, también tenemos que comparar con lo que sucedía en los años sesenta del pasado siglo. Entonces también se imponían sanciones despiadadas e infundadas: Es probable que el ejemplo más ilustrativo sea la decretada contra el comandante Huber Matos Benítez, un conocido comandante del Ejército Rebelde, subordinado del mismísimo Fidel Castro.
La arbitraria pena de veinte años de duración que se le impuso a don Huber se debió a haber presentado la renuncia a su cargo como Jefe del Regimiento “Ignacio Agramonte”, de Camagüey; también a haber denunciado la deriva de una revolución que se autoproclamaba “tan verde como las palmas” hacia el rojo del comunismo internacional.
La suprema ironía de su caso radica en que, al cabo de apenas un par de años, quedó bien claro que las protestas del “Máximo Líder” (“¡Yo no soy comunista!”) dejaron de ser realidad (esto, claro, suponiendo que alguna vez lo fueran). Se reconoció primero el carácter “socialista” de “la Revolución”. Poco después el “Comandante en Jefe” proclamó: “Soy marxista-leninista y lo seré siempre”… ¡Pero Matos siguió preso!
Por aquellas fechas en que “nadie escuchaba”, los presos políticos recibían un trato brutal. Las violaciones de los derechos humanos eran pan cotidiano en las innumerables cárceles del castrismo, convertidas en verdaderas sucursales del espanto. Las golpizas eran constantes; las muertes, sucesos nada raros.
En esa situación, ante los seres queridos de los reos surgía un dilema terrible: ¿Exponer los innumerables abusos? ¿O callar los atropellos sufridos por sus parientes y maridos para evitar que los carceleros, molestos con las denuncias públicas, se cebaran aún más con esos desdichados, intensificando sus malos tratos y sus excesos?
Pienso que esta realidad ilustra bien el tremendo daño antropológico que el comunismo ha inferido a nuestro pueblo; la involución que, en sus valores morales, ha sufrido el cubano. En aquella época, la disyuntiva era denunciar los crímenes o permanecer callados. Hoy aparece una tercera opción: ¡Aplaudir y elogiar a los verdugos! ¡Qué envilecimiento!
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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