LA HABANA, Cuba. — Al conmemorar este 28 de junio, con dos días de adelanto, el aniversario 60 del discurso de Fidel Castro del 30 de junio de 1961 conocido como Palabras a los Intelectuales, Miguel Díaz-Canel, el presidente de la continuidad, redujo el espacio de permisibilidad cada vez más estrecho de lo que los mandamases consideran “dentro de la revolución”.
Díaz-Canel dijo que hay que evitar que los “mercenarios” — o sea, todos los que disientan un ápice del pensamiento oficial y se salgan de la cultura de rebaño— “desprestigien nuestro abanico cultural”.
“La libertad de expresión en la revolución sigue teniendo como límite el derecho de la revolución a existir”, advirtió, añadiendo luego que “sigue existiendo espacio para todo y para todos, excepto para quienes quieren destruir el proyecto”.
Y todavía le quedó fuelle al mandatario, luego de negar la existencia de censuras y limitaciones, para asegurar, de lo más campante, que “sin la revolución, la deslumbrante cultura cubana de nuestra época no existiría”.
La cerrazón de Díaz-Canel hace superfluo el flatulento barraje de artillería por parte de la prensa oficialista y la intelectualidad orgánica de la dictadura sobre la significación histórica de aquel discurso de Fidel Castro de hace 60 años , o la significación que sus continuadores hoy pretenden concederle.
En los últimos años, los intelectuales orgánicos y sus testaferros se muestran interesados por precisar la exactitud de la cita más recordada del discurso del Máximo Líder en la Biblioteca Nacional. Muestran especial interés en aclarar que la frase de marras no terminaba “fuera de la revolución, nada” como erradamente la citan casi todos, sino “contra la revolución, ningún derecho”. Eso implicaría, según ellos, que la advertencia a los escritores y artistas no era tan severa y que, por no estar delimitada con precisión, permitía cierto espacio a la creatividad artística.
Algunos como Roberto Fernández Retamar defendían la validez de “la crítica hecha dentro de la revolución”. Pero jamás en contra. Porque la revolución tenía el derecho a defenderse por todos los medios a su alcance y eso justificaría la abolición de todos los demás derechos que no fueran los de los infalibles mandamases a permanecer en el poder.
¡Ay del intelectual que, como revolucionario, creyéndose con el derecho y el deber de criticar aspectos negativos, incurriera en el abominable pecado de debilitar a la revolución antes que contribuir a fortalecerla!
La diferencia entre el bien y el mal, el dentro y el contra, la decidían, y aún la deciden, los Jefes y sus jefecillos, con sus designios inapelables al frente del monstruoso aparataje que decomisó la sociedad y la cultura.
Si algo hay que reconocer —y Díaz Canel acaba de confirmarlo — es que las Palabras a los Intelectuales mantienen su plena vigencia: hoy, la cultura cubana sigue tan maniatada y encerrada en la camisa de fuerza con costuras de refuerzo extra que es el “dentro de la revolución”, como hace 60 años.
Ahora resulta que también en el caso de las órdenes del Máximo Líder a los intelectuales, no fuimos capaces de interpretar a cabalidad lo que quiso decir. Las reglas del juego no eran tan rígidas como creímos. La censura no fue tal, sino autocensura, brutos y masoquistas que siempre fuimos a la hora de cumplir las órdenes del Comandante en Jefe.
Pretenden convencernos de que las Palabras a los Intelectuales fueron inclusivas, antidogmáticas y conjuraron el temor a que, desde la institucionalidad, se dictaran normas, se impusieran criterios estéticos y se anatematizaran nombres y obras.
¡Miren para eso! ¡Y nosotros que pensábamos que era lo contrario! ¡Haberlo dicho Fidel Castro en un lenguaje más preciso y asequible a nosotros, los mortales!
De haberlo entendido, nos habríamos ahorrado los escalofríos que sintieron los que asistieron a la autoinculpación de Heberto Padilla, las condenas al ostracismo de Piñera y Lezama, las parametraciones del Quinquenio Gris, los muñecos quemados del Guiñol, el realismo socialista a la cañona y aquella extraña manía que les dio a ciertos poetas —si no se alcoholizaban, iban presos, se suicidaban o morían de rabia y de tristeza— por abandonar los versos coloquiales y dedicarse a escribir aquellas espantosas novelas policiacas que premiaban en concursos literarios auspiciados por las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y el Ministerio del Interior (MININT).
Para evitarle el teque a Díaz-Canel, el babeo a los comisarios y los problemas a quien no desee buscárselos, es una lástima que Fidel Castro se haya ido de este mundo sin aclarar de una puñetera vez, en alguno de sus discursos o en una de la reflexiones que escribía en el periódico Granma, dónde rayos comienza y dónde termina el “dentro de la revolución”.
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