LA HABANA, Cuba. – Casi nunca escribo sobre cine. Solo lo disfruto. Sobre cine cubano, menos. Este carece de lo que me resulta fundamental en el séptimo arte, incluso por encima del guión: la calidad interpretativa, que no se alcanza sin una buena dirección actoral.
Con la película Conducta estoy obligado a una excepción. Guión, dirección y actuación se acompañan como pocas veces en la cinematografía cubana.
Recuerdo haber leído un texto de Jiménez Leal, en el que trataba de explicar por qué el arte de la actuación no era el fuerte en el mundo artístico cubano. Según JL, los cubanos carecíamos de introspección y fuerza de carácter, algo distinto del temperamento, que tienen los pueblos que se destacan en el arte dramático.
Jorge Perogurría pareció –solo pareció–, desmentir esta idea con su Fresa y Chocolate. Pero su saga posterior confirmó al director de El Súper. Ahora, el niño Armando Valdés Freire (Chala) resquebraja aquel análisis de que en Cuba no se dan buenos actores con su interpretación en Conducta.
Capacidad histriónica, carácter, gestos adecuados a cada circunstancia, carisma que lo siguen mostrando como el protagonista, cuando por momentos aparece como secundario; velocidad en las respuestas y ausencia de caricatura, hacen de Chala un actor comme-il-faut, es decir serio y orgánico al mismo tiempo, como dirían los franceses.
De seguro que a partir de ahora, a Chala le conocerán más por el alias de su papel que por el Armando que lo inscribieron sus padres. La naturalidad con la que ese niño se desplaza, entre la dureza y la ternura, probablemente se vea pocas veces en el cine cubano. Pero Chala no se dirigió a sí mismo en el rodaje. De modo que Ernesto Daranas, hace, sino su mejor película, sí su mejor dirección al convertir en actor a un niño salido de un casting multitudinario.
Cierta exageración
La película a ratos pierde intensidad. Por ejemplo, Chala es llevado al hospital para ver a su madre Sonia –interpretada por Yuliet Cruz–, ingresada por un shock de estupefacientes. Se esperaba más fuerza en el encuentro, dado el amor profundo que sienten entre sí. Y hay algunos gazapos, como cuando Carmela va a despedir a su hija, yerno y nieto, que van a un viaje de ida, y el nieto desciende del automóvil –inverosímil– en la carretera hacia el aeropuerto, atestada de policías para multar infracción semejante.
Hay exageración en la historia del holguinero que vive ilegalmente en La Habana. Este es cogido preso, deja sola a su hija una noche y tiene que regresar, luego de ser liberado, a su provincia natal. Para esa fecha las deportaciones no estaban a la orden del día, y mucho menos con un hombre insignificante, que pasa por un trabajador.
Pero lo de la hija sola en la noche, frente a un mendrugo de pan, es demasiado: si no refleja una historia real, –que debía ser sugerida en la película– es difícil admitir que en una estación de policía dejen a un hombre preso por una infracción que puede ser resuelta con una multa.
Realismo sucio en tiempo real
Dicho esto, la película es excelente. Sobre todo por el tratamiento de la realidad en la Cuba profunda. Realismo sucio en tiempo real, Conducta confirma el diagnóstico: la educación en Cuba es un desastre. Y Carmela es el símbolo de lo que nunca debió ocurrir.
Carmela, de la mano de la actriz Alina Rodríguez, me recordó a mi maestra de primaria de nombre Cora, en el Centro Habana donde nací y en el cual, en los años 60, muchas maestras eran negras y venían de las Escuelas Normalistas, de las que luego supe eran de rigor y primer orden.
Esas maestras se preocupaban por asociar instrucción con valores y se distanciaban de los parámetros burocráticos. Estaban más interesadas en los perdedores. Eran capaces de sacar en los marginales valores que perdían las corrientes hegemónicas de la sociedad. Carmela, como Cora, era el antivalor para el totalitarismo. Y lo eran porque encierran los valores desde la cultura.
La virgen y el Che
Fijémonos en su respuesta a la funcionaria municipal. A Carmela le recuerdan que el tiempo se le agota, y ella responde mencionando el tiempo agotado de los que dirigen el país. Esta capacidad de Carmela para extraer valores de donde se suponen ausentes define el personaje.
Como a los burócratas no les importa más que números y ordenanzas, no ven los sucesivos yoes de Chala y la posibilidad de encaminarlo hacia el bien. Presumen que una escuela de conducta es una solución, no ven esas fábricas de reciclaje del daño que son las escuelas de conducta, antesalas de la prisión futura. En esto el totalitarismo educativo es coherente con el totalitarismo social: busca asimilar al hombre según criterios de utilidad, no de humanidad.
La historia de la estampilla de la Virgen de la Caridad en el mural del aula donde estudian Chala y Yeni, que flirtean sus amores-niños, es clave. Antes de entrar a clases, los niños repiten todos los días la consigna Seremos como el Che; pero ese ethos no les sirve para dos cosas esenciales: gestionar sus conflictos infantiles y encarar el dolor por la muerte de un compañerito de aula. La niña, Yeni, interpretada por Amaly Junco, va al mural no para encontrar respuestas, sino para colocar lo mejor que le han enseñado ante la angustia y la pérdida. Eso es humanidad en su mejor edición, porque si hubiera asimilado el mito del Che habría asumido la partida fatal y última de un compañerito con la frialdad propia del destino inexorable de la Historia.
Carmela apuntala el antes del 1959 con el después del 2000, defiende la presencia de la estampilla religiosa en el mural del aula: “no hay dios que la quite –enfatiza– mientras la maestra sea Carmela”. Un mensaje, por otra parte, que viene a indicar, –y no es justo– que la recuperación de valores en Cuba depende casi en exclusiva del regreso de la religión.
La película es en verdad rica en lecturas. Pero me gustaría ir cerrando la mía con esta interpretación clave para la sociedad cubana. El mito romántico de la juventud como deseo y como progreso, que el Mayo francés del 68 rompió para siempre, es cuestionado con inteligencia por Daranas.
¿Quién encarna más y mejores valores? ¿Quién es más vital? ¿Carmela o Raquel, la joven burócrata, fría y cuasi fascista que actuaba en representación del poder? De modo que si, desde otra lectura, la vieja Carmela, que pudo haberse jubilado 10 años atrás, tiene que ver con la niña Yeni es por algo más que la progresión generacional de valores, vistos como cada vez más ricos en cada generación sucesiva. Y el punto de contacto está aquí: La atan a las dos como si hubieran nacido el mismo día. Eso significa que solo hay nuevos valores donde no se producen rupturas con valores precedentes.
Para la educación esto es fundamental. Y Daranas le da un final maduro. No hay cierres a lo Hollywood en el que se restablecen la paz, el fin y la felicidad perdidos. La conclusión es que el mañana puede ser peor. Después de Carmela, símbolo de lo que siempre debió ser, puede venir, como fue, el diluvio.