LA HABANA, Cuba.- La dictadura del general Gerardo Machado cayó dos veces. La primera fue de mentiras. El 7 de agosto de 1933 policías y porristas masacraron en las calles a los que creyeron el rumor de que el dictador había huido y salieron a la calle a celebrar. La caída del régimen ocurriría cinco días después, el 12 de agosto, cuando Machado voló a Nassau, con sus adversarios pisándole los talones y disparando sus revólveres.
Agosto de 1933 fue una sangrienta temporada. Decenas de esbirros, porristas y chivatos, tuvieron atroces finales a manos de turbas enloquecidas por el afán de venganza.
Luego, en menos de dos meses, sublevación militar mediante, se sucederían tres gobiernos.
Cuentan que cuando despegó el avión en que huía, Machado exclamó: “Después de mí, el caos”. Otros dicen que lo que auguró fue el diluvio. No se sabe si de sangre o de mierda. De ambas cosas hubo en demasía.
La revolución del 33 nos trajo el mesianismo revolucionario y el culto a la violencia.
Eduardo Chibás, el líder del Partido Ortodoxo, desprendido del Partido Auténtico, pudo ser la solución. O tal vez no. Quizás hubiera resultado otro líder populista y demagogo más, de los que tanto abundan en América Latina. Pero en todo caso, hubiera evitado todo lo que vino después: el golpe de estado del 10 de marzo de 1952, la dictadura de Batista, la insurgencia fidelista y la instauración de una dictadura totalitaria que ya dura 57 años.
Pero Chibás no tuvo tiempo de demostrar qué hubiera sido capaz de hacer o no. Al anochecer del domingo 5 de agosto de 1951, al no poder probar sus acusaciones de corrupción contra un ministro del gobierno, trémulo de impotencia y con los ojos desorbitados tras sus lentes de miope, apoyó el cañón del revólver en su vientre y disparó. La detonación, amplificada por los micrófonos de la radio nacional, estremeció la conciencia de los cubanos pero no alteró el torcido curso político que iba tomando el país.
Chibás murió once días después, el 16 de agosto de 1951. Durante su entierro, uno de los más multitudinarios de los que ha habido en La Habana, un joven abogado holguinero, que empezaba a hacer gala de su mente calenturienta, propuso enrumbar el cortejo fúnebre hacia el Palacio Presidencial, tomarlo y lanzar al presidente Carlos Prío por el balcón.
De las frustraciones republicanas, como un genio embotellado, había brotado Fidel Castro.