LA HABANA, Cuba.- Las ideologías totalitarias siempre han ejercido una rara fascinación sobre los poetas. Baste recordar los casos de Ezra Pound y Gabriel D’Anunzio, seducidos por el fascismo, y de Pablo Neruda escribiendo aquella oda a un sicópata asesino como Stalin.
El castrismo también ha embelesado a muchos poetas. Algunos, los más encumbrados, han derivado prebendas de sus servicios. Pero he conocido casos verdaderamente patéticos, cuya ciega fidelidad al régimen raya con el masoquismo.
Raúl Hernández Novás fue uno de ellos. En los años 90, en pleno Periodo Especial, echó de su casa a uno de sus mejores amigos, también poeta, y nunca volvió a dirigirle la palabra porque se atrevió en presencia suya a hacer un comentario contrario al régimen. Eso ocurrió unos meses antes de que Hernández Novás se suicidara, en 1993. Tomó esa decisión desesperada porque él y su anciano padre se estaban literalmente muriendo de hambre, luego que un comedor estatal dejara de darles el mísero rancho que diariamente le entregaban, y ni la UNEAC ni Casa de las Américas atendieran sus peticiones de auxilio.
Un tipo tan libertario y sensible como Bladimir Zamora, fallecido el pasado cinco de mayo, afirmaba sentirse orgulloso de su fidelidad a la revolución. Solía decir a sus amigos: “Hay que beber y ser revolucionarios”. Tal vez una cosa le ayudaba a sobrellevar la otra. Pero aquel equilibrio no funcionó. La revolución receló de él, le dio muy escaso reconocimiento. Y la bebida, sin la cual consideraba que la vida era demasiado aburrida, le provocó la cirrosis que lo mató.
La fe fidelista del Blado, como lo llamaban sus amigos, resistió impávida los vapuleos de los muy mediocres funcionarios provinciales de Cultura en su natal Bayamo que lo forzaron a emigrar a La Habana, y los señalamientos de los comisarios de la capital de que su escritura tenía “problemas de contenido”, lo cual significaba estar a un paso de ser acusado de tener problemas ideológicos.
El poeta y periodista, que fue durante años miembro del consejo de redacción de la revista cultural El Caimán Barbudo, vivía en condiciones deplorables, en una habitación en el segundo piso de un edificio devenido en cuartería en la calle Monserrate, en la Habana Vieja.
En su pequeñísima habitación, atiborrada de libros y discos —era una verdadera autoridad en el conocimiento de la música cubana toda— no había baño. Había que orinar en un cubo y defecar, agazapado en un rincón, sobre un periódico. Lo explicó el mismo Blado en su poema Blue de Bukowsky, que dedicó a Ray Fernández: “…he cerrado la puerta del balcón/ para cagar/ en la estrecha intimidad/ sobre el periódico de ayer”.
Por cierto, en aquel poema aludía a las dudas que le caían, como auras tiñosas, en la cabeza… Tal vez por esas dudas, aunque trataron de convencerlo, nunca quiso pertenecer a la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), porque decía que era una pérdida de tiempo.
En honor a la verdad, Bladimir Zamora, a diferencia de Hernández Novás, no solía hacer exclusiones ideológicas con sus amigos. Solo exigía que respetaran sus ideas. Y él, por su parte, no intentaba hacer proselitismo.
Zamora nunca renunció a su amistad con los poetas exiliados Camilo Venegas y Felipe Lázaro. Con este último, director de la editorial Betania, radicado en España, trabajó en 1995 en la confección de la antología Poesía Cubana: La Isla Entera, donde se incluyeron 54 poetas, tanto residentes en Cuba como en el exterior.
Refiere su amigo, el periodista Joaquín Borges Triana en su artículo “Hay que beber y ser revolucionario”, aparecido en el número 22 (mayo-junio) del Caimán Barbudo: “Lo que más me sorprendía al llegar a aquella mísera habitación era que allí podía uno toparse de entrada o salida con gente tan distante en su manera de pensar y que iban desde un Fernando Rojas hasta un Antonio José Ponte. Siempre admiré tal proyección ecuménica e integradora de Bladimir, la cual nunca entró en contradicción con el hecho de que sirvió a la Revolución en cuanto le fue posible y sin esperar nada a cambio (jamás solicitó ningún tipo de prebenda en su favor)”.
Me consta que no era un tipo excluyente. Conocí a Bladimir Zamora, allá por los finales de los años 80, a través de mi buen amigo el fotógrafo Pedro Luis Cabrera (Peyi), que por entonces era el diseñador del Caimán Barbudo. Ya siendo disidente, no volví a tropezarme con Blado. Pero dudo que me hubiera rechazado. Cuando murió, lo sentí mucho. Aunque discrepáramos radicalmente en los gustos musicales y nunca llegara a entender su fidelidad fidelista.
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