LA HABANA, Cuba. ─ Cuando era un adolescente conversé brevemente en varias ocasiones con Roberto Fernández Retamar. Sus padres, Roig y Obdulia, vivían frente a mi casa, en la calle San Francisco, entre Diez de Octubre y Delicias, en La Víbora. Allí el poeta los visitaba frecuentemente.
Roig, que en vista de mi voracidad por la lectura solía prestarme libros, me presentó a su hijo, el poeta, profesor y crítico literario, en una de sus visitas dominicales a la casa paterna, y le contó de mi pasión por la literatura. Y yo tuve la osadía de pedirle a Fernández Retamar que leyera y me diera su opinión sobre un puñado de cuentos y poemas que había escrito. Por suerte, parece que no los leyó y nunca me dio su opinión porque verdaderamente eran espantosos.
Dudo que tuviera tiempo que dedicar a las cuartillas de un chiquillo impertinente con pretensiones de escritor, porque en aquel tiempo Fernández Retamar, además de dirigir la revista Casa de las Américas e impartir clases en la Universidad de La Habana, estaba enfrascado en dar los toques finales a su libro Calibán y otros ensayos.
A Fernández Retamar le tomó más de dos años escribir ese libro. Y luego de su publicación en 1971 en México, y posteriormente en Cuba, le tomarían 20 años más las sucesivas reescrituras que hizo del ensayo y que culminaron en 1991.
Para Calibán, Fernández Retamar se inspiró, desde una autocompasiva y tremebunda visión marxista, castrista y tercermundista, en los personajes de La Tempestad, de William Shakespeare: Próspero, Ariel y Calibán.
Antes que Fernández Retamar, en el personaje de Calibán se habían inspirado, dándole interpretaciones ideológicas, el inglés Robert Browning, el uruguayo José Enrique Rodó, el argentino Aníbal Ponce y el martiniqués Aimé Cesaire.
Para Fernández Retamar, Calibán, el rebelde buen salvaje, simbolizaba a los pueblos de Cuba y América Latina; Próspero al opresor (Estados Unidos); y Ariel a un ser elevado y espiritual que pudiera interpretarse que era la alta la cultura europea (particularmente francesa, alemana e italiana) a la que, en las décadas de 1960 y 1970, estaban inclinados ─más que a la norteamericana─ los intelectuales latinoamericanos.
Esta interpretación del drama shakesperiano venía como anillo al dedo para las disquisiciones de Fernández Retamar, que se había convertido en el teórico literario del castrismo.
Sus enrevesadas y caprichosas teorizaciones tenían un carácter aislacionista y antiuniversalista. Se pronunciaba en contra del estudio de la literatura latinoamericana desde una perspectiva europea (que consideraba “la otredad”) y aconsejaba, en su lugar, estudiarla desde lo que llamaba (¡vaya palabrita!) “su mismidad”.
Recuerdo que en una de nuestras conversaciones en casa de sus padres, allá por 1971 o 1972, cuando le hablé de mis preferencias por Hemingway y Faulkner, me dijo, en tono reprobador, mesándose el bigote y la perilla, que uno nunca llega a entender a cabalidad textos que no hayan sido escritos dentro de su cultura. Por tanto, me aconsejó que leyera a autores cubanos y latinoamericanos.
Fernández Retamar ─que inicialmente estuvo deslumbrado por la poesía inglesa y norteamericana, especialmente por T.S Elliot─, entrevistado para la revista literaria chilena Trilce en 1968, dijo: “Queriendo salir de un ambiente poético enrarecido, di en buscar una poesía que se acercara a la conversación en mi idioma, pero no fue hasta la Revolución Cubana que empecé a trabajar con ese idioma que había intuido, necesitado”.
Fue con el idioma aprendido con el castrismo que, además de fungir de comisario cultural, escribió poemas como Nosotros los sobrevivientes o aquel otro que le inspiró un trabajo voluntario dominical en la construcción.
Roberto Fernández Retamar, además de teorizar y escribir ensayos afanosamente, fue el director de la Casa de las Américas hasta su muerte, ocurrida en julio de 2019. El castrismo perdió con él a uno de sus principales intelectuales orgánicos.
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