HARRISONBURG, Estados Unidos. — La sentencia dictada la semana pasada por el Tribunal Municipal Popular de Centro Habana en el juicio realizado presuntamente en contra del trovador oficialista Fernando Bécquer provocó estupor e ira entre muchos cubanos dentro y fuera de la Isla.
El resultado de este proceso judicial no es más que el lógico desenlace en una administración de justicia totalmente subordinada al poder ejecutivo, un entramado esencialmente corrupto. En ese sentido, el caso Bécquer solo es el más reciente dentro de la ya larga historia de crueldades de la “justicia revolucionaria”.
La iniquidad de la “justicia revolucionaria” nació en la Sierra Maestra
La historia de la guerrilla castrista y de las células clandestinas que se opusieron a la dictadura de Fulgencio Batista en las ciudades está plagada de anécdotas que reflejan lo alejada que siempre estuvo la “justicia revolucionaria” de los principios proclamados por Themis, la diosa griega de la justicia.
En plena Sierra Maestra, Fidel Castro impuso órdenes verdaderamente draconianas a los campesinos de las zonas donde operaba la guerrilla. Ellas no solo permitían formar “tribunales revolucionarios” en un santiamén, sino decidir con la misma celeridad sobre la vida de un ser humano, tiro de gracia incluido sin más recurso que encomendarse a Dios.
Para ese tipo de “justicia”, privar de la vida a un ser humano por una simple sospecha, amenazarlo, robar ganado o vehículos y hasta quemar cañaverales y propiedades estaba justificado si esos actos eran ejecutados por los guerrilleros.
Ya en el poder, Fidel Castro se percató de que el sistema de justicia refrendado por el orden democrático del país —que él había prometido restablecer—, así como el libre acceso de la prensa a los procesos judiciales y la existencia de jueces de probada honradez y profesionalidad no eran afines con sus intereses. Entonces, comenzó una eficaz labor de zapa contra la administración de justicia republicana, la cual terminó con la implantación de los tribunales revolucionarios supeditados a sus orientaciones.
Quizás los casos más demostrativos de esa injerencia caudillista durante 1959 fueron el juicio a los pilotos del ejército nacional —que a la postre provocó el suicidio del comandante Félix Pena— y el realizado contra el también comandante Huber Matos.
Concluido el proceso de institucionalización neoestalinista a mediados de la década de los años setenta y eliminado previamente el ejercicio privado de la abogacía, en la administración de justicia se afianzó una práctica ejecutada fielmente por la nueva hornada de “jueces”, muchos de ellos presidiendo tribunales sin haber concluido estudios universitarios.
Dentro de esa práctica, las reuniones previas a la celebración de los juicios de interés para la dictadura continúan realizándose con la presencia del jefe del Departamento de Órganos Estatales y Judiciales del PCC, representantes de la Fiscalía y el Ministerio del Interior (MININT) y los jueces que formarán el tribunal. Allí se decide todo, desde la forma en que se realizará el juicio hasta lo que se permitirá a la defensa y la sanción a aplicar.
El conocimiento de la existencia de tales reuniones y otros hechos que conocí siendo abogado me convencieron de que toda la estructura de poder del país estaba marcada por la corrupción.
A principios de los años noventa defendí al ciudadano Miguel Ángel Lao López, comprador del Ministerio de la Agricultura en La Habana y residente en Guantánamo, detenido durante la “Operación Maceta”. Poco antes de celebrarse el acto del juicio oral fui a visitarlo a la prisión y me dijo que le iban a imponer nueve años de privación de libertad. Le respondí que eso era una elucubración suya y me informó que alguien había sido atendido en el Departamento de Órganos Estatales y Judiciales del Partido Comunista y allí le habían mostrado un documento donde aparecían los nombres de todos los detenidos en ese operativo y al lado la sanción a imponer. Esa fue la sanción que le impusieron inicialmente.
En el proceso penal cubano rige el principio de “intangibilidad del resultando probado de la sentencia”, lo que significa que, una vez que los jueces consideran que un hecho ha sido probado y relatan la forma en que ocurrió, ni defensor ni el fiscal pueden desmentirlo, pues, de hacerlo, el recurso de casación es rechazado de plano.
Sufrí lo indecible al leer sentencias donde se daban como probados hechos que jamás fueron demostrados en el acto del juicio oral. Cierta vez conversé sobre este particular con un juez ya retirado y me confesó que las actas de los juicios orales eran cambiadas cuando era necesario cumplir alguna orden del mencionado departamento partidista o del Ministerio del Interior (MININT). Eso me dolió profundamente, no tanto por la crueldad implícita en esa transgresión de la ley como por la naturalidad con que aquel hombre me dijo que era algo generalizado en los tribunales.
El caso Bécquer no es más que la confirmación de ese entramado corrupto
Si algo puede asombrar en el caso del trovador Fernando Bécquer es que todavía haya personas que crean que van a hallar justicia en Cuba en situaciones marcadas por la política.
El acusado se declara abiertamente defensor de la dictadura cubana y casi todas las mujeres que lo acusan mantienen una posición abiertamente opuesta a la discriminación de género que todavía se practica en Cuba. Eso le dio un marcado carácter político al proceso en un momento donde el régimen no puede darse el lujo de perder a uno solo de sus defensores, por muy pobre que sea su arte o deleznable su conducta.
Por eso, el testimonio de más de una veintena de mujeres careció de valor para ese tribunal en un proceso donde, indudablemente, la sentencia fue dictada de antemano.
Que en Cuba haya ciudadanos presos por difundir un video en las redes sociales o por salir a la calle con un cartel pidiendo libertad, mientras un abusador repulsivo como Fernando Bécquer recibe este trato reafirma la corrupción existente en la administración de justicia castrista.
Todavía los asesinos de 41 ocupantes del remolcador “13 de Marzo” se pasean libremente por las calles. Lo mismo pasa con el piloto que derribó las naves de “Hermanos al Rescate” y con los ejecutantes de la matanza de Río Canímar. ¿Por qué había que esperar justicia en un caso como el de Fernando Bécquer?
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