Opinión

El dibujo animado Vivo falsea la realidad cubana

El llamado timing no pudiera ser peor para Vivo, con el supuesto embrujo de los musicales pero en el escenario de un país que se desangra

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MIAMI, Estados Unidos.- El músico y actor de origen puertorriqueño Lin Manuel Miranda se acostumbró a ser venerado desde el éxito que obtuviera con su musical Hamilton, en Broadway.

Este año, la versión cinematográfica de su primera obra, In the Heights, fue aguijoneada por los insaciables tuiteros de su misma ideología, quienes lo culparon de no incluir suficientes personajes hispanos de origen negro.

Manuel Miranda se disculpó públicamente y prometió que errores involuntarios de esa índole no volverían a suceder. Inmediatamente movilizó a sus colaboradores en un operativo de relaciones públicas, por el cual debió haber pagado una fortuna, y casi todos los días se podían leer artículos o viñetas en la prensa sobre las virtudes creativas y personales del artista.

Con el estreno el pasado viernes del dibujo animado Vivo, en la plataforma de Netflix, ahora pudiera estar abocado a excusarse ante la comunidad cubana en los Estados Unidos.

Vivo es un proyecto del año 2009, según ha dado a conocer el propio compositor. La historia que cuenta, algo desangelada, se desarrolla entre una Habana tan imaginaria que prácticamente resulta inexistente; los Everglades con la vegetación de los pantanos de Louisiana; Cayo Hueso como retiro campestre, y una Miami estrafalaria, anonadada con luces de neón.

En La Plaza Vieja, el músico Andrés es un organillero que deleita a turistas y transeúntes con la asistencia de Vivo, un kinkajú que canta sones y guarachas rapeadas hasta la fatiga, al estilo característico de Manuel Miranda.

La histórica plaza en La Habana Vieja que presenta el animado pudo haber sido esa suerte de mercado que soñaron los cuentapropistas en su apogeo, coartado por el resquemor que siente el régimen ante el éxito comercial.

La Habana de Vivo es parte del parque jurásico castrista que las celebridades americanas asolaron durante la administración de Obama, como un culto a la revolución soñada por la izquierda de salón.

Es la idea que tienen del llamado tercer mundo y su consustancial subdesarrollo, sitio real maravilloso donde la miseria proporciona felicidad y todos bailan cantando, desquiciados, para exorcizar las penas, complacer a los visitantes y facturar alguna limosna.

Andrés recibe una carta de la cantante Marta Sandoval, “la mejor voz de Cuba”, se afirma, con quien hiciera dúo en su juventud, y ella lo invita a su concierto de despedida en Miami para cantar juntos por última vez.

El tresero quiere entregarle la canción que le compuso cuando ella fue contratada para presentaciones en la Florida y no en Nueva York, donde solían triunfar los cubanos antes de 1959. La letra también contiene su declaración de amor pendiente.

Es entonces cuando se desborda la fantasía de los guionistas porque el personaje se alista para su viaje a los Estados Unidos, como si ocurriera en medio de la futura relación soñada entre ambos países, sobre todo la de una Cuba libre, sin intrusiones dictatoriales.

El arte en general, y los dibujos animados en particular, se toman licencias poéticas y de otro tipo para acomodar argumentos y conceptos en sus respectivas narrativas.

A Vivo se le notan las costuras con relación a su ignorancia supina sobre la compleja circunstancia cubana. Los organilleros son personajes principalmente de la época republicana, y eran acompañados por pequeños monos. Tal vez el kinkajú hubiera podido ser sustituido por una jutía para el dibujo animado.

Por cierto, Lin Manuel Miranda, con su voz fañosa, interpreta al mamífero, de la familia de los mapaches, que se opone enfáticamente al viaje de Andrés a los Estados Unidos, “porque no somos tipos de Miami, somos de ciudad pequeña, de plazas”, ignorando que el mencionado estado precario de la célebre Habana se debe al castrismo. También aclara el alter ego de Manuel Miranda que en la capital cubana disfrutan de “una vida perfecta”.

Por otra parte, el animalito hace mofa de adornos en Cayo Hueso: “pájaros plásticos”, subraya con ironía, como si en Cuba abundara una fauna extraordinaria y no la que ha sido mitigada por la desolación ambiental y el hambre.

El llamado timing no pudiera ser peor para Vivo, con el supuesto embrujo de los musicales pero en el escenario de un país que se desangra entre las muertes fulminantes ocasionadas por la pandemia, con un sistema de salud quebrado, y la represión minuciosa que desató la dictadura contra quienes clamaron espontáneamente por libertad a lo largo de la isla el pasado 11 de julio.

En otra época Vivo no hubiera figurado ni como homenaje a la gloriosa música cubana de siempre. Hoy, sin embargo, es una pieza inconveniente y oportunista del gran rompecabezas que sigue siendo la libertad postergada de Cuba, donde cualquier ocurrencia que la manipule o la ponga en entredicho debe ser públicamente reñida.

Sería de agradecer que Lin Manuel Miranda, solidario con otras causas justas de los Estados Unidos y del mundo, apoyara el ansia de independencia de los cercanos vecinos, públicamente, considerando que el orquestador habitual de sus obras, Alex Lacamoire, es de origen cubano, así como Gloria Estefan y Juan de Marcos González, quienes también prodigaron su talento en el animado.

**Artículo de Opinión – Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las emite y no necesariamente representan la opinión de CubaNet

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Alejandro Ríos

Alejandro Ríos es parte del exilio de Miami desde 1992. Organizó el primer Festival de Cine Alternativo Cubano, en Miami Dade College (2003), y fue co curador del Festival La Fruta Prohibida, de cine independiente cubano del siglo XXI (2018), en Coral Gables Art Cinema. Presentó, durante diez años, el programa La Mirada Indiscreta en el Canal 41, AmericaTeVe, donde hoy se desempeña como crítico de cine de su redacción de noticias. Actualmente conduce Pantalla Indiscreta, cada semana, en TV Martí. Ha publicado el libro “La Mirada Indiscreta” (Ed. Hypermedia), que compila 10 años de columnas aparecidas semanalmente en El Nuevo Herald, donde sigue colaborando.

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