QUITO, Ecuador.- El socialismo ha sido considerado como un sistema en el que la propiedad y la administración de los medios de producción serán de las clases trabajadoras, lo que supone una igualdad política, social y económica de todas las personas. Esto pudiera resultar acertado, por cuanto los propios administradores de los bienes resultarían beneficiados con los elementos patrimoniales que estarían en su plena posesión.
Este ha sido el móvil que ha llevado a muchos a la formulación de ciertos criterios, que en el orden ideal resultan perfectos, pero desde el punto de vista práctico ha sido insostenible, pues como diría el genial cubano José Martí, “al llegar a ser tan varia, activa y dominante la acción del estado, habría este de imponer considerables cargas a la parte de la nación trabajadora en provecho de la parte páupera. Y es verdad que si llegare la benevolencia a tal punto que los páuperos no necesitasen trabajar para vivir, (…) se iría debilitando la acción individual, y gravando la condición de los tenedores de alguna riqueza, sin bastar por eso a acallar las necesidades y apetitos de los que no la tienen.”
La tendencia a asumir el modelo socialista como sistema tuvo su auge durante el pasado siglo en varios países de Europa Oriental, los que, motivados por la idea soviética de la existencia de un nuevo sistema, teóricamente devenido en paradigma del bien y de la justicia social, asumieron la propuesta de la URSS.
Después del colapso de la Unión Soviética y de los regímenes socialistas de Europa Oriental, solo quedaron en el mundo cuatro países gobernados por el Partido Comunista: China, Vietnam, Cuba y Corea del Norte. El analista Pascual Albanese, declaró que “lo que hasta hace sólo dos décadas constituía un fenómeno internacional gigantesco, cuyo poder político abarcaba una superficie de 35 millones de kilómetros cuadrados que albergaba a un tercio de la población mundial, se ha reducido a un extraordinario ejercicio de supervivencia, en el que el dogmatismo ideológico deja paso al pragmatismo”.
En estas circunstancias y a pesar del demostrado fracaso, algunos países de Latinoamérica hicieron intentos por adoptar formas socialistas como sistema socioeconómico. El liderazgo del presidente Hugo Chávez y la popularización que hizo del llamado socialismo del siglo XXI, cuyo concepto tiene sus bases teóricas en las doctrinas del político alemán Dieterich Steffan, fue determinante para la acogida del modelo en la región. Bolivia, Ecuador, Brasil, Argentina, entre otros, siguieron los pasos del exmandatario venezolano, aunque cada cual a su modo.
En breve la economía venezolana colapsó, alcanzó la mayor inflación del planeta, la represión y la censura, el encarcelamiento de líderes opositores, la implicación de sus actuales líderes en el narcotráfico, los fraudes, y otras tantas formas de corrupción, son hechos innegables. El revés sufrido el pasado diciembre por el gobierno chavista, presidido por Nicolás Maduro, ha generado un resurgimiento fuerte de la oposición venezolana, lo que ha sido un extraordinario paso y una verdadera lección de democracia, no solo para el país sudamericano, sino para el continente. La propuesta de Chávez de un modelo de nuevo tipo llevó al país al abismo, lo que demuestra una vez más los desaciertos socialistas
Mientras en Venezuela se vivían momentos difíciles de represión en la víspera de sus elecciones, en Argentina se alzaba triunfante Mauricio Macri, como representante de una tendencia liberal-conservadora de derecha, lo que significa el “arribo de la modernidad y el entierro de una etapa populista” que desestabilizó al país. La expresidenta Cristina Fernández, simpatizante de los sistemas socialistas de la región, ha sido responsabilizada por una política inflacionaria de expansión monetaria, de la falsificación de las estadísticas públicas, del incumplimiento de las sentencias que protegen los derechos de jubilados, de difamación de opositores y disidentes a través de los medios y agencias de propiedad del estado nacional, del favorecimiento de una oligarquía de empresarios y socios en todos los grandes negocios del estado, entre otras tantas cosas.
En Brasil el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, autorizó la apertura de un procedimiento de juicio político contra la presidenta Dilma Rousseff. Los partidos de la oposición intentan que la Rousseff abandone su cargo. El pasado año la mandataria se tuvo que enfrentar a las protestas de miles de manifestantes que la señalaban como protagonista de sobornos en la petrolera estatal Petrobas, pidiendo asimismo su destitución. Actualmente su popularidad es bajísima, a pesar de una pequeña recuperación del 8% al 10%, según los últimos datos.
Ciertas autoridades políticas del país consideran que la crisis que enfrenta su gobierno no solo es de tipo económica, sino que tiene implicaciones políticas importantes ante la pérdida de la credibilidad después de tantas acusaciones de malversación, robo, desviación de recursos y acciones fraudulentas. Tengamos presente que esta situación ha originado el descontento masivo de la población; lo que está teniendo lugar bajo un sistema socioeconómico respaldado por un gobierno que representa los intereses del Partido de los Trabajadores, de marcada tendencia de izquierda.
La firme idea de “erradicación de la miseria”, como objetivo de la mandataria, trajo consigo la creación de programas sociales y la realización de obras de infraestructura pública, lo que ha originado una burocracia corrupta que se ha mantenido por años, denominador común de todos los regímenes de izquierda que aspiran a manipular el capital a su forma, en el caso particular de Latinoamérica, bajo el ropaje del socialismo del siglo XXI.
¿Cuál será la nueva propuesta de los pocos líderes de tendencias izquierdistas que se aferran a mantener lo inexistente? ¿Acaso no resulta suficiente la renuncia de medio continente el pasado siglo XX tras la caída del socialismo en la URSS? ¿Es que aún se puede continuar confiando en los fracasados gobiernos de Cuba y Venezuela como impulsores del movimiento socialista de América?
El socialismo del siglo XXI, como variante de esta corriente, ha sido un fracaso; sus líderes están desacreditados ante el mundo. Esperemos que el nuevo año, con sus buenas nuevas, nos proporcione cambios profundos que impulsen el desarrollo de la democracia en el continente.