LA HABANA, Cuba.- A esta casa nadie le escribirá un poema aunque esté viviendo sus días últimos. Ella no pudo engendrar a un sujeto lírico que hablara, como si fuera la casa misma, del silencio que le llegó al quedar deshabitada. Las paredes y el piso no dirán una palabra; el techo se vendrá abajo o, para ser más exacto, lo harán caer, pero nadie se enterará de sus suspiros. Y no habrá un alma que le haga reverencia a su anterior altivez. Esa casa será olvidada sin que le canten a sus días juveniles. Esa casa será escombros, y luego nada.
La casa desaparecerá de la memoria, pero yo pude ver cómo se resistió a caer, cómo intentó dar cobijo a toda una familia. Esas paredes que ahora están a punto de venirse al suelo, y ese cemento que será quebrado a golpe de mandarria, serán solo un amasijo de escombros y tristezas. Y ya no están los inquilinos. Ellos abandonaron la casa para salvarse, ellos esperaron por años la mudanza. Y hasta debieron rezar, pedir auxilio.
Si alguien escribiera un poema a esa casa, si alguien pusiera en prosa las ideas que esa casa le provoca, debe decir que alguna vez también estuvo habitada por todo una familia. Una familia pobre que no consiguió arreglar lo que el tiempo y la desidia se empeñó en descomponer. Allí vivió una familia numerosa, pero a pesar del número crecido, nos les alcanzó lo que ganaron para asumir los arreglos. Quienes la habitaron no pudieron mantener la esbeltez que alguna vez tuvo su entramado; y el hierro pútrido del techo fue rompiendo todo, haciendo que se desplomara el cemento de la sala, el de los cuartos. También la balaustrada del balcón fue perdiendo sus formas, y se quebraron las losas, las esperanzas.
Todo se fue rompiendo en esa casa, incluso la ecuanimidad de esos habitantes que miraban al techo mientras cedía, y se persignaban creyendo que con eso evitarían una desgracia, pero bien sabían que no bastaba con la cruz. Para vivir había que ponerse a buen resguardo, y visitaron una y otra vez a las autoridades, para contarles que no tenían un centavo para curar las muchas enfermedades de esa casa que mostraba en cada hora sus fatigas. Y la señora mayor, madre y abuela, la que fue el primer sostén de todos los que habitaron allí, parecía asustada. Esa pobre señora hasta dejó de dormir en su cuarto y en su cama.
Esa señora, la dueña de la casa, dormía en el suelo, pegada a la pared que separa a la sala del balcón, junto a la puerta, quizá pensaba que allí estaría más resguardada, que el desplome sucedería más al centro. Yo la miré algunas veces mientras ponía una delgada colchoneta en el suelo, y en uno de sus extremos la almohada. Nunca cerraba la puerta, quizá creía que si todo se venía abajo podría alcanzar el balcón, pedir auxilio, escapar con vida.
Esa señora sacaba, hasta que tuvo fuerzas, el agua que traía el aguacero y se colaba, mientras el hijo o el nieto subían a la azotea para echar afuera el agua que se acumulaba, que se filtraba, que echaba a perder los muebles, los colchones, que enfermaba a todos los habitantes de la casa. Yo, que sé muy bien lo que significa una casa que está punto de venirse abajo, los miré compasivo, pero nada más. Nadie dijo nada. Todos los que sabían de la mísera existencia que se vivía entre aquellas paredes hicieron silencio.
Y la señora mayor, la que alguna vez debió ser altiva, se fue consumiendo por el dolor de saberse dentro de una casa que de un momento a otro podía colapsar. Siempre supuse, porque sé de esas cosas, que ella debió preguntarse lo que iba a suceder tras el estruendo y la caída. Quien no vio jamás el desplome de una casa no debe saber de lo que hablo. Quienes llevan la voz cantante en este país tampoco saben de qué hablo; ellos no conocen el miedo que provoca vivir en una casa vulnerable.
Nunca supe el nombre de esa vecina que vivió hasta hace pocos días frente a mí. Pero ella si conocía el mío y alguna vez, desde el balcón, lo pronunció para pedirme luego un cigarro, y yo se lo alcancé, nada más. Ahora ya no está más esa mujer anciana, ya no habita la casa, pero tampoco fue a la “casa albergue” donde pasan sus días los hijos y los nietos. Dicen mis vecinos que fue una isquemia cerebral lo que la llevó al hospital; unos días después les ofrecieron un albergue, pero ella no se enteró, y tampoco salió del hospital. Ella no pudo enterarse, porque la sumió la inconsciencia, que ya tenía otro lugar donde descansar tranquila si conseguía salir de aquella sala de hospital.
Ella enfermó, como la casa, pero se fue primero, dos o tres semanas. Ahora la casa está punto de alcanzarla. Y esa pobre casa no fue protegida ni siquiera por un poema, esa casa no conoció entre sus paredes la felicidad que habitaron aquellos que vivieron en la casa a la que Dulce María Loynaz dedicó un montón de versos, algunos memorables. Esta casa no tendrá un juglar. Aquella en la que habitó la poeta despidió a los suyos cuando se cambiaron a mejores y más confortables moradas, mientras estos estuvieron a punto de morir aplastados.
Estos, mis vecinos de enfrente, fueron a otra casa vieja, quizá un poco mejor, pero de seguro en unos meses tendrán que ir pensando en los arreglos, y esa familia numerosa tendrá también que seguir unida en espacio promiscuo porque no les queda otro remedio. Quizá siempre fue así, porque además de pobres, son hombres y mujeres de la raza negra, y ya sabemos que a los negros no les toca realmente lo que dice el discurso oficial. Yo no tengo noticias de que algunos de los jóvenes que allí vivieron subieran las escalinatas de la universidad alguna vez.
Mi vecina, la de enfrente, la que se paraba en el balcón, la que dormía en el suelo para evadir lo que creía iba a ser el centro del desastre, ya no está; pero de seguro están los vecinos de muchos otros en esta ciudad ya vieja y algo cansada; una ciudad de casas también viejas y cansadas, habitadas por los más pobres, esos que no tienen voz. Esta casa del Cerro terminará en unos días, y estará toda en el suelo, y se convertirá en polvo, como polvo será la humilde señora que la habitó.
Así está esta ciudad: vieja, pobre, asustada en medio de su desamparo, y así mismo están sus gentes. Esta casa no tuvo quien le escribiera un poema, quizá por eso escribo ahora estas líneas. Esta ciudad y sus casas necesitan de unos cuantos poetas, pero no de esos que escriben versos enjundiosos que alaban las elegantes cornisas y los dinteles, las columnas erguidas. Esta ciudad precisa de poemas, o de gritos, que hablen del dolor, que exijan el bienestar de la ciudad, y de gente parecida a esa vecina que hace unos días dejó de estar, como sucederá, también en pocas horas, con su casa.