LA HABANA, Cuba. -Pensando en mi hijo Rubén (a quien no he visto en veintiún años: cinco más de los que él tenía cuando en 1993 emigró) escribí en el 2003 un texto recogido en 2011 por una plaquette que me publicó ediciones Mangolele, en Logroño, España. Helo aquí:
ASTRONÓMICAS
Miami está muy lejos.
Tan lejos como un planeta remoto.
Y en ese planeta remoto
late hoy una parte de mi corazón.
En Miami, Señor,
en ese planeta remoto
que tan cerca estaba
en los días de la Pan American.
Yo nunca viajé por Pan American. Cuando en 1959 estuve en Miami (como parte de una delegación oficial que asistía a los festejos del 4 de julio) fuimos en el ferry, y regresamos desde Tampa por Aerovías Q. Tampoco fui accionista de Pan American. Pero el nombre Pan American, como todos los nombres de mi pasado, forman parte de mi identidad.
Recordarlos, por lejos que pueda encontrarme, me devolverían mi cielo, mis calles, mis gentes, los olores del barrio, me retrotraerían a ciertos días, a ciertos hechos, y puede que entonces , de repente, sin poder abstenerme, la palabra “Camagüey” me llevara a ver pasar a galope tendido a Ignacio Agramonte, machete en alto, con sus treinta y cinco inmortales de aquella tarde de victoria en que le arrebató al general Julio Sanguily a la columna española de ciento vente soldados bien armados que lo había tomado prisionero. Por un instante, el pasado y mi yo-cultural habríamos sido entonces algo tan del presente, tan de siempre, tan fuera del tiempo, que ni Agramonte y su caballería legendaria fueron seres de antes, ni a él lo quemaron después de muerto porque su cadáver les daba susto a los soldados del rey, ni envejeció ninguno de sus inmortales, todos ellos estaban, a mis efectos como en sus retratos, si acaso, acababan de irse en el tren de la 1, casi seguro para volver por la noche.
Desencadenamiento de fantasías y verdades que, por igual vía, pueden, en el caso cubano, hacer tan atributos patrios como la bandera y el escudo, el tocororo y la flor llamada mariposa, a los zapatos Ingelmo, pongamos por caso.
Hoy, cuando todo lo que en Cuba vemos o tocamos es chino o viene del Brasil, o de Chile, o de México, o de España, o de Estados Unidos si es de comer, porque desde los alimentos hasta la ideología que nos rige son extranjeros, hoy los jóvenes cubanos para verificar que son cubanos tienen que acudir a su carné de identidad.
Fue una desgracia que no conocí en mi pasado donde tanta hambre pasé, como hablando el otro día en una conversación de sobremesa le decía a mi hijo Rafael, que tiene veintiún años y como los jóvenes de todos los tiempos necesita completarse conociendo el mundo donde nació en el tiempo anterior a él, esa región del pasado donde los jóvenes no estuvieron y que después los libros les cuentan con las lagunas que suelen hacer los libros, sobre todo cuando los escriben manos interesadas. Yo viví en una Cuba donde el letrerito “Hecho en Cuba”, presente hasta en mi cepillo de dientes, me recordaba mi nacionalidad y la reforzaba. Menos el parque automotor y los productos electrónicos, casi todo lo demás era ya en esos tiempos “Hecho en Cuba”.
Y como uno vive orgulloso de cuanto enorgullezca a su patria, me enorgullecía saber que numerosos productos cubanos podían igualarse en calidad con las mejores marcas del mundo, y aun superarlos. Todo esto en una república de cincuenta y seis años de edad en 1958, y en una Habana de extramuros con menos de setenta años y entonces con casas pintaditas y fama de estar entre las ciudades más bellas del mundo. Mataban en esos tiempos, aparecían muertos a diario, pero ni La Habana dejaba de crecer (sus tres túneles y edificios y hoteles y hospitales más importantes se hicieron entre el ´52 y el ´58), ni olvidaba incorporar a diario nuevas producciones de neumáticos, calzado, textiles, alimentos en conserva. (Diecisiete marcas de refrescos teníamos.) Porque, curiosa dicotomía, la matazón iba por un lado y la industria por otro diciendo sin mentir: “Consumir lo que el país produce es hacer patria.”
Muchas de aquellas producciones, es verdad, se hacían con suministros de importación en parte o del todo procedentes de Estados Unidos, cortados después del ´59 por la Ley de embargo económico impuesta al gobierno socialista, pero esta calamidad no podría explicar del todo la ausencia en el 99 % de las manufacturas en circulación en la Isla del patriótico letrerito “ Hecho en Cuba” que, en aquellos remotos días de la Pan American, tanto orgullo nos causaba a quienes también nos sentíamos orgullosos de ser un producto “Hecho en Cuba”.