LA HABANA, Cuba – Las dictaduras se equivocan y terminan.
La Historia no.
Es por eso que Fidel Castro, el tiranosaurio cubano, al ver que en sus cárceles de políticos plantados hubo tantos verdaderos héroes, inventó cinco espías como consuelo a su gran frustración de carcelero-gobernante. Espías de poca monta, que resistieron las cárceles norteamericanas, con más ventajas que sacrificios.
Conocí lo suficiente a los plantados, como para saber que los llamados Cinco héroes cubanos, no le llegan ni a los tobillos a cualquiera de aquellos presos valientes, imposibles de doblegar durante décadas con celdas de castigo, golpizas, prohibición de visitas, de correspondencia, de pésima alimentación, etc., etc.
Eran hombres que no habían vacilado en empuñar un fusil contra quien nos había robado el derecho a ser libres.
Visité muchas veces a los plantados a finales de los años ochenta del siglo pasado. Vi sus ojos húmedos de llanto, sobre todo en mayo, porque recordaban a la mamá siempre ausente. Muchos la habían perdido para siempre. El resto la tenían lejos, en el exilio, sin derecho para venir al beso del hijo cautivo.
Muchos de aquellos hombres vienen hoy a mi mente. Algunos a través de sus rostros. Otros, porque guardo la cartas donde me narraban sus vidas, sus actos heroicos, sus anhelos de libertad para su pueblo.
Todo lo recuerdo. Los bancos del salón de visitas, más duros que el corazón de un tirano. Los plantados como fantasmas de piel tan pálida, prohibidos de sol.
Recuerdo a aquel que siempre lo observaba todo en silencio, de sonrisa triste y que más años de prisión cumpliera en el mundo, sólo porque se negó a ser comunista, Mario Chanes de Armas. El más negro, pero con un corazón de luces y de estrellas, el noble Eusebio Peñalver. O el poeta, el pescador de peces y de sueños, todo un héroe de verdad, plantado hasta lo más hondo de su corazón, Ernesto Díaz Rodríguez.
Liberado en abril de 1991, pudo ver al fin a la que le dio alas para volar, allá en el exilio. Tan anciana era ya. El poeta no pudo regalarle las algas y las cochas que había recogido en su celda durante veintidós años para ella.
Una tarde se me acercó, con su mundo a cuestas y una pequeña flor en las manos. Recordaba que a ella le gustaban tanto aquellas flores del jardín de Cojímar.
-Hoy le escribí a mi madre –me dijo-. Le envié un dibujo como si yo fuera el alumno aquel que a diario llegaba corriendo a casa para besarla.
¨Unas veces le dibujaba pececitos en colores, tal como los había visto en el fondo del mar. O pájaros como volando, porque gustaba de volar como ellos. Mi madre era mi reina, mi linda sirena dorada, el alma de todas las cosas que yo descubría a cada paso de mi niñez.¨
Luego me leyó un poema que guardo en el mejor lugar de mi memoria:
¨Esta tarde la brisa es un chorro de vino en mi garganta. Un pavo real abre sus alas en el fondo de mi alma. Vengan todos a ver cómo brotan los retoños en las cuatro paredes de mi celda. Al fin la pleamar me trajo un trébol blanco. ¡He recibido una carta de mi madre!¨
El tiempo pasó y fue el mismo tiempo quien me obligó a no olvidarlos.
Hoy, Día de las Madres, los recuerdo en voz alta. Hasta llegué a sentirme un poco madre de todos aquellos viejos huérfanos.
Tanto me dolieron, que todavía el dolor tiembla mis manos.