MIAMI, Estados Unidos.- La noticia me sorprendió mientras repasaba los correos del día que recién iniciaba el pasado 26 de julio. Monseñor Jaime Ortega había fallecido hacía algunos minutos, según nota de prensa de última hora. Ya se había especulado su muerte en semanas recientes. La situación de su estado de salud no era desconocida. Amigos en la Isla me tenían al tanto de la situación, así como de su buen ánimo en la asistencia pastoral que realizaba en la iglesia de Casablanca. Ahora, ante la evidencia del hecho, sentimientos encontrados concurrían en una mezcla de tristeza, nostalgia y cierta indignación. Los primeros derivados del suceso luctuoso. El tercero por el enfoque de algunas opiniones y criterios en torno a quien durante más de tres décadas fue una destacada figura en el escenario cubano.
La última vez que vi al Cardenal fue en un encuentro personal, sugerido por Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, a pocos días de irme de Cuba. Jaime me recibió en el salón de su residencia en el obispado. Hablamos durante poco más de una hora sobre varios temas. Uno de ellos las situaciones que confrontara ante mi activismo como laico vinculado a un grupo cívico destacado. Empleado en un conocido templo habanero, desempeñando responsabilidades laicales a nivel diocesano, una vocación al servicio diaconal permanente sin concretar y la oportunidad de trabajar como profesor en el instituto de formación laical en temas de doctrina social, resultaron aspectos problemáticos para la iglesia y para él personalmente. Trabajos y proyectos frustrados en los que Monseñor tuvo que tomar cartas. No le reproché entonces nada. Por el contrario, llegaba a aquel encuentro consciente de los retos y compromisos que el Cardenal y la institución por él encabezada tenían como prioridad. Nada que anteponer a una opción personal, por justa e idealista que esta pareciere. No solo le dejé saber mi criterio sino que tuvimos un intercambio coincidente sobre lo confuso del panorama que nos rodeaba y en el que nos tocaba incidir en nuestras realidades particulares. Para esos días mi actitud crítica sobre el proceder del Cardenal ante ciertos temas y asuntos había enrumbado hacia la comprensión madura. Me fui de aquella cita con la ilusión del reencuentro en un hipotético regreso.
Recuerdo siempre mi llegada discreta a la Iglesia católica en 1983, mediante un proceso de conversión íntimo que se hizo pleno en el bautismo cuatro años después, aun militando en la UJC. Destaca en mi memoria la impresión de una iglesia que recordaba aislada, asumida con indiferencia por una sociedad donde la religiosidad estaba condenada a desaparecer ante el devenir dialéctico del proceso socialista, defendido y aceptado por la inmensa mayoría de la población en la Isla. Una iglesia que se llenaba poco a poco de jóvenes con talento, en muchos casos identificados con el proceso político que se desarrollaba en el exterior de sus paredes. Profesionales, estudiantes, compañeros de trabajo, vecinos… la gente común que conocíamos afuera fue regresando por voluntad propia a una fe que renacía poco a poco en tiempos donde la desintegración del campo socialista era impensable. Mostrar que esa fe, lejos de ser un lastre reaccionario, contribuía al crecimiento de la sociedad fue precisamente uno de los primeros y grandes retos del recién nombrado Arzobispo de La Habana.
No se puede reprochar al Cardenal Jaime Ortega el no haber sido el par cubano de Stefan Wyszynski, József Mindszenty, Miloslav Vlk o Karol Wojtila. Tampoco hay comparación entre las realidades confrontadas en las respectivas épocas y países de aquellos cardenales y la que ha vivido en estas décadas la isla caribeña. Ni siquiera los procesos pueden identificarse. Lo olvidan quienes por desconocimiento o por amnesia, reclaman a Monseñor Ortega por la falta de un abierto y explícito posicionamiento en terrenos de derechos y libertades. Además de injusto, el cuestionamiento resulta impropio cuando se comprueba el sitio que otrora ocuparon no pocas de esas voces en el escenario local. Integrados al sistema político, militantes y hasta militares de graduación, para nada identificados con el mundo religioso, distan en su trayecto del que asumiera aquel seminarista, que lejos de abdicar ante el paso por los campos de las UMAP, se reafirmaba en su vocación regresando a su patria para ordenarse como sacerdote y ejercer contra todos los pronósticos una labor pastoral por la que ni siquiera apostaban sus críticos de ocasión.
La peregrinación de Jaime al frente de la Iglesia supone dones que difícilmente hubiera logrado una postura de confrontación. Es la presencia constructiva, la paciencia infinita de una labor dialogante y la espera del fruto obtenido en una labor de amor y entrega. No obstante, su pastoral no está exenta de momentos duros y palabras fuertes. Baste recordar la voz recuperada de una iglesia que aún algunos insisten en identificar con el silencio. El retorno de las cartas pastorales, al principio de interés solo para los fieles, y que pasaron a ser palabras de criterio autorizado para el resto de la población, llegó al clímax en aquel inolvidable documento proclamando la espera infinita del amor. El Amor todo lo espera se produjo en circunstancias verdaderamente dramáticas en la que la gente no veían un rayo de luz por ningún lado. Recuerdo las colas en las iglesias para acceder a un texto lleno de razones válidas y mirada esperanzadora.
No se puede olvidar la condena episcopal no solo al embargo extranjero o el acto criminal contra un avión civil, sino con igual fuerza pidiendo esclarecimiento y justicia por los hechos del remolcador 13 de marzo, los pedidos de clemencia ante aplicación de sentencias de muerte o la postura contraria a los actos de repudio o éxodos masivos. En este último episodio se destacó el accionar de esa iglesia, localizando a tantas personas presuntamente desaparecidas durante la salida masiva de 1994. La acción caritativa a través de ayudas, proyectos sociales, asistencia humanitaria o legal son entre muchas, las improntas de la iglesia cubana bajo la acción sensata de un Cardenal que promovió la visita de tres Papas (algo que no alcanzan a entender algunos países donde la fuerza del catolicismo se supone mayor y que no han tenido ese privilegio), o ese paso impensable que resultó en la reanudación de relaciones entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos, ahora en retroceso.
Pero si algo debe ser destacado en el paso terrenal de Jaime es su manera sencilla de conducir su misión pastoral. Algunas apreciaciones le señalan cierto aire aristocrático y distante. Falsa valoración de su personalidad. Jaime Ortega desarrolló la mayor parte de su vida en medio de un barrio pobre de la capital cubana, donde su presencia interactuaba a diario con la cotidianidad de la que era vecino y partícipe. Nunca olvido aquella imagen de la viejecita mulata llamando a la hermana que se ocupaba de los asuntos domésticos del obispado, para dejarle saber que las papas habían llegado al puesto y que ella le tenía marcado un turno. O el característico descenso o ascenso de algunos mandados por medio de la jaba suspendida por una soga que la monja manipulaba desde el balcón del edificio enclavado en Habana y Chacón. O aquella vez en que los vecinos del solar situado justo al frente del obispado acudieron ante su Eminencia para que este paralizara el inminente traslado hacia nuevas edificaciones, de acuerdo a los planes de reconstrucción de Eusebio Leal. El Cardenal se comprometió con ellos, y no solo evitó la mudanza, sino que contribuyó con la reparación del amplio local mediante las brigadas que trabajaban en obras de la diócesis.
Es el Cardenal Jaime Ortega de naturalidad diáfana hasta en la veta de un humor cubano que pocos habríamos delatado en su personalidad, pero que le hacía ser capaz de cantar una versión en latín de la conocida letra El Cuarto de Tula en un encuentro con seminaristas. Una llaneza que hace consecuente cuando una vez retirado atiende a la comunidad de Casablanca, cercano pueblo ultramarino habanero donde comparte con una feligresía muy humilde, celebrando misas, bautizos, bodas. Llegado los últimos momentos Jaime pidió recibir a los miembros de esa comunidad para despedirse de ellos. Y desde su lecho de enfermo fue testigo de la confirmación de un adolescente que él había preparado para recibir el sacramento. Es la imagen que debería ser destaca de Jaime Ortega, más que ninguna otra.
Cada noche durante casi catorce años no he dejado de soñar con la ciudad en la que nací. Allí he regresado de manera onírica para visitar lugares y personas. El encuentro pendiente con Jaime no ha sido una excepción. Si alguna vez el viaje se materializa, iré nuevamente al Obispado, a la Catedral y al antiguo Seminario. Ciertamente no podré reencontrarme con el Cardenal ni intercambiar tantas impresiones de estos años. Pero por convicción sé que el estará allí de igual manera, ejerciendo desde su presencia espiritual la labor que siempre le identificó como padre pastor, bendiciendo a su pueblo en la Isla y al que se halla desperdigado por todo el mundo.
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